Solo amamos lo que conocemos. Y solo conocemos lo que amamos. Por eso, a los pobres, más allá de las estadísticas, hay que ser mirarlos con los ojos del corazón, desde dentro.
Hay que mirarlos de frente, de forma humana y digna, sin dejarnos envolver por ideas o sentimientos excluyentes. Ya es triste que a una persona tengamos que clasificarla como pobre, descartada o improductiva. Eso no debería de ser “normal”. Lo normal sería que toda persona, por el hecho de serlo, viviese con dignidad.
Mirar de frente es algo más que sostener la mirada, lo cual podemos hacer bien sea por orgullo, ira o desafío. Mirar de frente es reconocer la realidad, valorarla e integrarla en nuestra vida, renunciando así a la cultura de la indiferencia y del descarte. Quizá por eso tendemos a ver sin mirar, a no complicarnos demasiado la vida… La tía Tálida, que siempre refunfuñaba cuando los pobres acudían a la hora del almuerzo, solía decir: “Ver siempre causa dolor”. Por eso, el primer paso de una pedagogía liberadora es ver la realidad para poder juzgarla y comprometerse con ella. Condición previa para asumir ese dinamismo es salir de la propia burbuja y construir entre todos un mundo más fraterno y justo. Solo entonces la solidaridad deja de ser una carga pesada y una amenaza.
Los intereses de la geopolítica tampoco consienten a los pueblos mirar de frente a los migrantes y refugiados. Nos hemos vuelto expertos en levantar muros y alambradas, en promover políticas migratorias infames. Hay un proverbio que dice: “Donde sopla el viento del cambio unos construyen murallas y otros molinos de viento”. Puede que algunos vean en mis palabras un cierto reproche, pero si insisto en el tema de la pobreza es porque vivimos en un país empobrecido, con una evidente inequidad, con pobrezas nuevas, alentadas por la ausencia de empleo, la precariedad laboral, la falta de servicios públicos de calidad y la poca inversión productiva. Guste o no, son cosas que hay que mirar de frente.