Con una inflación baja de 2,9% anual, pero que viene luego de seis años de inflaciones cercanas a cero o negativas (y a pesar de que todos nuestros socios comerciales tienen inflaciones que bordean el 10%), hoy están empezando a aparecer voces que exigen del gobierno “un mayor control”. Como si el gobierno sirviera para controlar precios.
Después de las pésimas experiencias que hemos vivido en América Latina con los desastrosos resultados de controlar precios, parecería que no es necesario argumentar en ese sentido, más aún si consideramos lo mal que les fue y lo contraproducente que resultaron esas políticas en el Chile de Allende, el Perú de Alan García (I) y la Venezuela de Chávez y Maduro.
Los controles de precios siempre terminan fomentando la corrupción, reduciendo la oferta, creando mercados negros y lastimando a aquellos que (en teoría) se quería beneficiar. Por ejemplo, controlar el precio del pan es una buena manera de desincentivar a los panaderos, de incentivar la producción de cualquier cosa que tenga harina pero que no sea pan, de promover la producción de pan de menor calidad o de armar un mercado negro de pan, entre muchas otras cosas.
El peligro esta en que los controles de precios son populares. En casi todas las entrevistas que los medios de comunicación hacen a los consumidores, está presente el pedido de más control. Y eso hace que cualquier gobierno que quiera congraciarse con el pueblo tenga la tentación de meterse en ese horrible mundo.
Por cierto, el gobierno ecuatoriano ya está gastando unos $400 millones mensuales en controlar precios (el costo de mantener congelados los precios de los combustibles) y si quisiera ir más allá podría aumentar el bono de desarrollo humano y así reducir el golpe que reciben más pobres.
Pero controlar precios sería un error gigantesco y ojalá no caigan en esa tentación.