“Una revolución no existe por un triunfo político. Cuando es verdaderamente tal, revoluciona la vida, las formas de ver, hacer y pensar”.
Los comentarios que se han vertido alrededor del proyectado mural de Pavel Egüez en el Consejo Provincial de Pichincha, ponen en evidencia un hecho que ha quedado oculto tras el velo de la retórica, pero que muestra la esencia de la llamada “revolución ciudadana”, que estuvo al frente del país en la década anterior y cuya importancia política no se puede desdeñar.
Una revolución no existe por un triunfo político o por la conquista del gobierno; una revolución, cuando es verdaderamente tal, revoluciona la vida, las formas de ver, de hacer y de pensar; genera una nueva estética, desde el simple pasquín hasta las formas artísticas más elaboradas.
Y cuando entramos en este campo e interpelamos a la “revolución ciudadana”, solo oímos el eco de nuestra pregunta en medio de un inmenso vacío. Si la pintura está representada por la clonación del mural ante el que sesiona la Asamblea Legislativa, ya en su momento anacrónico, la literatura no aparece por ningún lado, y la música se reduce a la cansina repetición de canciones con varias décadas a cuestas.
La “revolución ciudadana” no ha sido capaz ni siquiera de producir la forma básica de la música revolucionaria: un himno. Esto es elocuente y muestra a la supuesta revolución como lo que fue desde un principio: un discurso armado con refritos, que solo la ignorancia alaba como innovaciones transformadoras; oratoria construida para remover emotividades, pero, en el fondo, vacía; constante recurso a la nostalgia, para que muchas almas buenas acaben enredadas en la idea de que ya, por fin, llegó la hora, lo conseguimos.
Y, tras las consignas y los discursos encendidos, la descarnada realidad: el proyecto personalista que se enreda en las mismas lacras que dice combatir y que, a la larga, solo busca construir un caudillo y repotenciar la más retardataria de nuestras formas de hacer política, esa que se basa en la cultura de la hacienda, con un patrón todopoderoso que reparte premios y castigos.