Una joven madre de familia (sola, soltera y solitaria) me decía, al contemplar el derroche navideño, que se quedaba anonadada ante el consumo galopante y compulsivo de la gente. Sin duda que se trata de un consumo asimétrico y chocante. Los ricos consumen tan ricamente y los pobres, pobremente; pero la ley del consumo toca todos los bolsillos y se ceba en la tontería humana de pensar que si no consumes no eres nadie y estás muy lejos de la felicidad. Así lo entiende mucha gente, miembros de la familia “miranda”, con la nariz pegada al vidrio del escaparate, sin apenas poder tocar u oler el buen aroma del jamón de Jabugo, de la lana virgen o del cuero repujado.
Hagan las cuentas de la Navidad (los números no mienten) y verán que entre cenas, vestidos, accesorios, viajes y regalos se gasta un platal. Pensé de inmediato en los jóvenes que aún no han accedido a su primer empleo, en los migrantes y refugiados, en el ejército de desempleados que alimentan la informalidad de nuestras calles y plazas y en las colas del hambre que pacientemente hacen aquellos que esperan que les caiga algo a las puertas de nuestras Cáritas parroquiales.
Una vez más comprendí que el portal de Belén está en cualquier esquina de este mundo nuestro tan desigual y vergonzoso. La inequidad campea hoy agravada por la crisis económica y acaba envenenando las relaciones sociales. Y es que la desigualdad económica radicaliza posturas, ideologías y sentimientos. Para más “inri” acabo de ver un reportaje sobre la nueva joya de la corona de la revolución bolivariana: el restaurado Hotel Humboldt, signo de la gloria efímera de un régimen que, a pesar de tantas estrellas de neón, mantiene a su pueblo en la miseria y en la diáspora. Es sólo un ejemplo de los muchos que existen.
Los alardes que hacemos del poder adquisitivo, la enorme diferencia entre sueldos y la distinta calidad de vida de unos y otros, van minando la confianza, especialmente de los jóvenes empobrecidos.