Bastante le debe la sociedad ecuatoriana al movimiento indígena. Sobre todo porque nos enseñó a ver la política desde otros parámetros. De una política centrada en los partidos, los gremios, las corporaciones y los grupos de poder, los indígenas nos obligaron a relacionarnos con ese concepto difuso y polisémico, pero al mismo tiempo desafiante y creativo, de movimiento social.
A partir de entonces muchas cosas cambiaron en el país. Nociones como participación, autonomía social, plurinacionalidad o diversidad cultural se pusieron a la orden del día.
Fue tal el impacto del primer levantamiento indígena, allá por los años 90 del siglo pasado, que todos los gobiernos, indistintamente, han tenido que diseñar estrategias para relacionarse con esa nueva realidad. Y lo han hecho desde distintas perspectivas, que van desde la seducción hasta la frontal agresión a las principales organizaciones indígenas.
En un extremo, a través de mecanismos como la cooptación, el reparto de cargos burocráticos o la creación de instituciones expresas. En otro extremo, mediante el fraccionamiento de las bases, la persecución judicial, el linchamiento mediático o la creación de organizaciones paralelas.
En cualquier caso, ningún gobierno, durante los últimos veinte años, ha asumido la problemática indígena como una responsabilidad histórica. A lo mucho se han limitado a un tira y jala utilitario para limitar al máximo las obligaciones del Estado.
Ni siquiera se han aprobado leyes fundamentales para el sector indígena, como la de tierras o del agua. Al parecer, dentro de la lógica modernizante que permea a todos estos regímenes, el mundo indígena es visto como un anacronismo, como un escollo para el desarrollo capitalista.
Desde la óptica de ciertos sectores del correísmo, esta concepción racista y peyorativa del mundo indígena no llama la atención. Son sectores para los cuales el Sumak Kawsay no pasa de ser una jerigonza esotérica para consumo de antropólogos trasnochados, ecologistas infantiles e izquierdosos pachamámicos.
Lo que sí asombra es que personajes que crecieron políticamente a la sombra de la Conaie y de Pachakutik, o cobijados por el movimiento sindical, justifiquen hoy las descalificaciones del Gobierno respecto de la legalidad y legitimidad de las marchas, del levantamiento indígena y del paro nacional convocados por las organizaciones populares.
La ciudadanía se pregunta, con sobrada ironía, cómo así los quijotes de antaño, los máximos referentes de la rebeldía social, los abanderados de las luchas revolucionarias, los irredentos defensores de la democracia y de los derechos civiles, hoy se han convertido, como por arte de magia, en agentes desestabilizadores al servicio de la derecha internacional; en golpistas y conspiradores.