Parecería que la educación no le interesa a nadie o a muy pocos. Hasta hace unos años fue parte de la agenda prioritaria del país. Lo cierto es que esa relevancia fue construida a pulso desde abajo, por diversos y amplios sectores que confluyeron con grupos de docentes y estudiantes siempre atentos. Eran tiempos de crecimiento de la ciudadanía. Hoy la sociedad civil atraviesa uno de sus peores momentos: dispersión y quemeimportismo.
Probablemente la desmovilización responde al peso del desempleo, la pésima situación económica, el frenesí del retorno a la presencialidad, la carencia de credibilidad en la palabra de los políticos y de los medios. Esto y mucho más ha colocado a la lucha por la sobrevivencia como prioridad para mucha gente. Hay que ganarse la vida como sea, llevar un pan a la casa, proteger el trabajo por más precario que sea.
No hay tiempo para el reposo y la diversión, peor para la mirada estratégica o la reflexión y acción colectivas. Casi, casi, la política entendida como participación para el bien común ha muerto. Abandonada la política por la gente buena, es copada por mafias, o por los líderes de grandes intereses particulares o corporativos que no les importa el país.
En este ambiente de despolitización, el sistema educativo, el principal instrumento para sacar adelante al individuo y al Estado, navega en la inercia. Se acumulan los problemas estructurales y los nuevos se multiplican peligrosamente.
Uno de los temas más agudos, el docente, no es abordado en su integralidad, profundidad y urgencia.
El justo aumento salarial para los maestros quedará enredado y pasmado en la maraña del conflicto ejecutivo-legislativo frente a una sociedad aletargada que mira sus angustias y su ombligo, y, cuando despierte, se arrepentirá de no haber pedido, con energía a los gobernantes, priorizar la educación y buscar-acordar fuentes para financiar una remuneración digna para el docente, que sido históricamente mal pagado.