Me refiero a los que se nos han ido de casa sin pegar ningún portazo y ni siquiera abandonar el hogar, los que siguen muy a gusto cobijados en su nido, comiendo la sopa boba y cargándolo todo a la cuenta de papá (comida, ropa, estudios, viajes, farras,…) y todavía se cabrean si la camisa no es de marca. Hoy asistimos, especialmente entre las clases medias-altas, a un éxodo de valores que va marcando, más rápido de lo que parece, distancias siderales entre las generaciones. El bienestar (sólo de algunos) y el mundo tecnológico (cada vez de más) van agudizando las distancias y creando mundos que, a golpe de paciencia y de aguante, aprenden a convivir aunque no tengan mucho que decirse ni que discutir. Aguantar es una especie de impuesto revolucionario que hay que pagar con tal de no romper el equilibrio desequilibrado en el que se vive.
Se ama por experiencia o por nostalgia. Pero, cada vez más, se vuelve difícil tener nostalgia de lo que no se conoce ni se ha experimentado. Nos sobra ideología y nos faltan abrazos. Y esto vale para todo, también para la vida creyente. No es un problema sólo estadístico el hecho de que cada vez menos jóvenes tengan una práctica religiosa o dejen de celebrar los sacramentos. El problema de fondo es que hace tiempo que no añoran “el pan bajado del cielo” porque están saciados de otros alimentos, entretenidos hasta el tuétano, inmersos en una sociedad de bienestar y de consumo que hace tiempo que los ha secuestrado.
La otra cara de la moneda son los jóvenes empobrecidos, sin futuro ni oportunidades, aspirantes a un mundo que no llega, a un futuro que se diluye, atados al carro de la pobreza y de la ignorancia. Cuando dejamos a un lado el humanismo y la fe, los jóvenes y los pobres se convierten en un arma arrojadiza que nos lanzamos unos a otros: los satisfechos de este mundo, los que ya han recibido su paga, y los que viven un presente amargo y perturbador y siguen soñando con una existencia más digna y feliz.
Hijo pródigo puede ser tanto el satisfecho como el insatisfecho, el que nada en la abundancia y el que se ahoga en la carencia de todo. La clave está en la dignidad de la propia vida y en la capacidad de sembrarla en la vida de los demás. Viendo esta combinación infernal de diferencias e inequidades sin cuento pienso que la cosa está bien difícil y complicada. Nos faltan estímulos de crecimiento interior, de espiritualidad, de humanidad, de hambre de justicia y de fe. Los hijos se vuelven pródigos en la propia casa, en la propia iglesia, en la propia sociedad. Desconfían del mundo adulto y les cuesta sentirse seducidos (que no secuestrados). Tendríamos que abrazarlos y darles el testimonio de la propia vida. Quizá comprendieran que compartimos las mismas fragilidades y los mismos miedos. Quizá el abrazo nos recordara que todos somos habitantes de la misma casa y de la misma esperanza.