El Monasterio de Carmelitas Descalzas de Riobamba ha sido mi refugio y frecuentemente mi nido durante los últimos ocho años, espacio de silencio, lugar de experiencia orante y de encuentro. La acogida alegre y fraterna de las Hermanas me llenó de fuerza y alivió algún que otro pesar. Ellas habitan en su particular castillo interior de la mano de Jesús e impulsadas por Teresa de Ávila. En algún momento me he acercado a sus libros y su encantadora lírica me ha producido enorme paz, como un rayo de luz en medio de la tiniebla.
En una España bastante arcaica y oscurantista, dominada por el temor y la sospecha ante cualquier novedad, los libros de Teresa de Cepeda y Ahumada surgen como respuesta a las inquietudes de las autoridades religiosas del momento, más preocupadas por la ortodoxia de la doctrina que por la apertura al Espíritu. ¿Cómo valorar aquella experiencia mística novedosa y cuestionante? No son libros de alta especulación teológica, sino la expresión de algo íntimo y sincero, un faro de luz para los responsables de la Iglesia y para las monjas de sus conventos.
Para entender a Teresa, así como a otros santos y místicos, hay que situar bien el contexto religioso que los acompaña. Sólo entonces podremos llegar a lo fundamental de una experiencia de vida interior tan fecunda que, cientos de años después, sigue presente en el corazón y en la vida de las Descalzas. En Teresa hay un anhelo de plenitud que es todo lo contrario del vacío que, tantas veces, acompaña la vida del hombre. Cuando ese anhelo falta, la tristeza y la depresión acaban ahogando la vida y alejando el horizonte de la felicidad.
Acercándonos a Teresa y a las Descalzas, a tantos hombres y mujeres que han hecho de la experiencia espiritual su tesoro, nos damos cuenta de que ser felices es posible y de que el hambre de eternidad puede alimentarse de forma muy real, más allá de contextos sociales tan diferentes. Antes predominaba la imposición, la obligatoriedad de ser creyentes; hoy lo que se respira en los cenobios es una experiencia de profunda libertad, de amor a los hermanos, de oración por un mundo que no está lejos, sino metido muy dentro del corazón.
Las hogueras de la Inquisición son un capítulo triste (otro más) de la historia. Creer en libertad es fantástico. Ojalá que siempre prevalezca esta experiencia de fe y de libertad y que cada uno, con sus heridas a cuestas, sepa encontrarse con el Dios de Jesús. Por encima del desprendimiento de lo material (en esas aguas nadaban los místicos del Siglo de Oro) estará siempre la experiencia del amor y de la entrega de la vida.
De vez en cuando, sobre todo cuando los deseos del corazón se vuelvan apremiantes y les asalte el hambre de eternidad, retírense a un claustro, a su hospedería, y déjense guiar por el silencio y las palabras sabias de mujeres y de hombres capaces de encontrar la felicidad.