Oscar A. Garcia
International Press Service
Las desigualdades están aumentando. Desde 1980, el uno por cierto de la población más rica recibió el doble de ingresos que el 50 por ciento de más pobre. Tras varios años de descenso, el hambre también está creciendo.
Según el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, el número de personas con desnutrición crónica en el planeta pasó de 777 millones, en 2015, a 815 millones, en 2016. Si vamos al fondo observamos que tres cuartos de la población que sufre inseguridad alimentaria en el mundo viven en zonas rurales.
A lo largo de la senda del crecimiento económico, millones de personas quedan excluidas. Son personas que pertenecen a grupos discriminados en sus propias sociedades. Esta discriminación se produce por distintos motivos: religiosos, étnicos, de género o discapacidad; las desigualdades son multidimensionales, plurifacéticas y acumulativas.
Desenmarañar tales complejidades es un reto que debemos afrontar. Sin entender las causas profundas de las desigualdades, no podremos eliminarlas ni tampoco podremos acabar con las enormes barreras que impiden a las personas más pobres –esas que están en la base de la pirámide– progresar. Sin transformar las restricciones que refuerzan las causas más profundas de la pobreza crónica, es muy poco probable que alcancemos un progreso sustancial.
Es necesario cambiar el enfoque del discurso sobre la desigualdad, sea económica, política o social. Debemos preguntarnos por qué decenas de millones de personas no tienen acceso a agua limpia. Por qué las mujeres pobres no tienen acceso a la tierra. Por qué millones viven sin suficientes alimentos o en situaciones precarias de vida.
Las preguntas como la realidad en sí misma van mucho más allá de la pobreza en sí misma; debemos llegar al último rincón de estas realidades y espacios en los que las personas son discriminadas y entender los múltiples porqués de tales situaciones.