Aunque nos hayan querido embaucar, al principio de los tiempos, con el tema de la economía pospetrolera, aunque nos hayan querido seducir con la idea de nuevas matrices y formas energéticas, seguimos dependiendo hasta la esclavitud del sagrado y bienaventurado petróleo. Corrección, seguimos dependiendo más que nunca y, al parecer, hasta el final de los tiempos, del petróleo.
Del petróleo depende la voracidad de las no muy ilustradas clases altas para comprar cada vez más llamativos, lujosos y costosos automóviles. No importan ni el precio de la gasolina (que sigue siendo subsidiado), ni los crecientes valores de las matrículas, ni las amenazas de impuestos, importa solo lucir y lucirse. Gracias, señor petróleo. Del petróleo depende que los restaurantes sigan estando llenos a reventar, que no haya estacionamiento en los centros comerciales, que sea cada vez más difícil encontrar espacios en los aviones, que Disney World siga siendo la ciudad luz, lo que para nuestros ingenuos abuelos era París. ¿No les parece irónico que en Quito casi no haya librerías ni libros nuevos de calidad, que casi no haya galerías de arte, que casi no haya teatro, pero que estemos atiborrados de automóviles y televisiones?
Del petróleo depende la existencia de la dolarización y, por tanto, la vida misma de quizá cientos de miles de personas. Del petróleo depende que no haya inflación – casi nadie se acuerda en estos soleados días de los latigazos de la inflación- y que los suelos y salarios no terminen, como en los viejos tiempos, en la licuadora. Del petróleo depende, aunque suene exagerado, lo que los ecuatorianos llamamos democracia. Claro, porque nos hemos cómodamente habituado a vivir en una burbuja (negra como el petróleo, of course) de calma chicha (o, como dice la prensa corrupta, de tensa calma), de cierta agradable estabilidad. Cierren los ojos y piensen qué pasaría si el precio del petróleo baja de equis dólares (no sé, pregúntenle ustedes al economista más cercano). Volverían las manifestaciones, las marchas, los recortes, los piedrazos y los gases lacrimógenos. Volverían muchas de las instituciones del viejo régimen: los desvencijados “trucutús”, las “bullas” cerca de los colegios y las universidades, los miguelitos en las calles. Levantaría la cabeza, por debajo de los barriles de crudo, nuestro más crónico desequilibrio: habrá que refundar el Estado, desempolvar las asambleas constituyentes, empezar a inventar candidatos y a reciclar mesías.
Así, bienamados lectores, recen para que el precio del petróleo no vaya a bajar. En este punto tenemos que darles la razón a los dictadores militares de los años setenta, que tuvieron la fervorosa iniciativa de erigirle un altar patrio al petróleo.