De acuerdo con el último informe del Barómetro de las Américas correspondiente a la ronda de encuestas de 2021, en América Latina y el Caribe una gran mayoría de personas preferiría una democracia directa por sobre el gobierno de representantes elegidos.
Ecuador no es la excepción y un contundente 73.8% de encuestados preferiría que los ciudadanos voten directamente para decidir cada asunto o ley a que lo hagan los representantes electos por el pueblo, lo que va de la mano con altos porcentajes de personas desencantadas con la democracia, con su funcionamiento y con los políticos, en los cuales no confían. Basta ver el desprestigio de la Asamblea Nacional.
Pero el problema es que la democracia directa puede ser peligrosa para los derechos humanos, y peor aún en países como el nuestro, en los que, frente a esa desafección democrática, sus mecanismos son aprovechados por líderes populistas que tratan de imponer su visión maniquea de la sociedad por medio de consultas que en realidad son plebiscitos sobre su popularidad y en los que no importa lo que se pregunta sino quién lo pregunta. Así, las libertades pueden ser pisoteadas por unas mayorías que ni siquiera reparan en los atropellos que aprueban con su voto.
Para muestra, el referéndum constitucional y consulta popular de Ecuador en 2011, en el que la ciudadanía no solo autorizó al gobernante de turno a “meterle la mano a la justicia”, con las perniciosas consecuencias que hasta ahora arrastramos, sino que se violaron flagrantemente los derechos individuales de las personas al prohibírseles la práctica de juegos de azar y la asistencia a espectáculos que incluyan la muerte del animal, como las corridas de toros.
Pero bueno –dirán ustedes- los juegos de azar son una cosa y las corridas de toros son otra. Sí y no, porque si bien pueden ser actividades distintas con sus especiales particularidades, al final, ambas son ejercicios de libertad individual.
Sobre las corridas de toros, Rubén Amón dice en su libro “El fin de la fiesta” que puede ser que estas se hayan desenganchado de la sociedad y que ya no representen valores mayoritarios, pero prohibirlas es desautorizar a parte de esa sociedad el ejercicio de sus libertades de un plumazo, siendo, además, muchas veces perseguida, denigrada y hasta agredida por sus aficiones, como si de una nueva inquisición se tratara, polarizándola aun más.
A esto, adicionalmente, se le debe sumar la desaparición de todas las actividades relacionadas con estas prácticas, lo que significó un enorme perjuicio económico y la pérdida de empleo de cientos de personas. Más atropellos.
Quizás algún día las corridas de toros se queden sin público y/o sin toreros, y tal vez desaparecerán progresivamente, pero no debería ser a través de la imposición de la dictadura de las mayorías.