El anuncio oficial de las conversaciones para instalar el diálogo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ha sido bien recibido en la comunidad internacional y, en general, también entre los colombianos.
En Venezuela no ha dejado de producir sentimientos encontrados, entre la molestia, el asombro y, por supuesto, la celebración de la posibilidad de que termine el conflicto armado que humana y materialmente se vive tan de cerca en este lado de la frontera. Sin restarle importancia a la significación y positivas implicaciones que podría llegar a tener la paz negociada en Colombia.
Para los venezolanos es ofensivo que las credenciales del gobierno del presidente Chávez para ofrecerse como tercero interesado en facilitar un acuerdo sean las de quien no ha dejado de acoger y hacer públicas sus simpatías por las guerrillas colombianas y su proyecto (“que aquí se respeta”, como dijo en 2008 ante la Asamblea Nacional). Todo lo contrario a las credenciales democráticas de los gobiernos venezolanos que en el pasado trabajaron por la paz en Centroamérica y en la misma Colombia.
No deja de ser asombrosa la doble faz del gobierno sembrador de discordia puertas adentro y oferente incondicional de un espíritu conciliador hacia fuera, aunque prefiera las causas turbias.
También asombra la aceptación colombiana de la participación de Venezuela en estos diálogos, teniendo tan fresca la memoria de los usos y abusos de la mediación que por unos meses le acordó a Hugo Chávez el gobierno de Álvaro Uribe. Según la documentación filtrada, el Gobierno de la República Bolivariana de Venezuela ha sido “facilitador de logística y acompañante” de los encuentros exploratorios en Cuba. Logística suena a generoso financiamiento y facilidades de movilización desde el territorio venezolano de los representantes de las FARC. Acompañante, que no está muy claro qué es, sería el papel de los representantes venezolanos y chilenos, en tanto que a Cuba y Noruega correspondería el de garantes, que suena a más compromiso franco. Por ahí pueden estar los límites. Quizá aplique a Venezuela la fórmula que el Consejo Electoral convino con Unasur para las elecciones: ver, oír y callar.
Cada vez que se asomaba un proceso de paz en Colombia se decía que la paz de Colombia era la paz de Venezuela. Esa sigue siendo una buena expresión de solidaridad. Es deseable por razones humanas, en primer lugar, que este proceso de paz tenga éxito y el sangriento conflicto colombiano y sus derivaciones de ilícitos lleguen a su fin.
Pero para que así sea en este momento y para moderar los entusiasmos pragmáticos, conviene leer al revés el viejo dicho: la paz en Venezuela es la paz en Colombia, y con Chávez no hay paz.