En todo actuar humano, a efectos de ponderar su moralidad y eticidad, debe darse una correlación entre la “conciencia” como juicio previo y la conducta, que ontológicamente es la “consistencia”. Existirá firmeza, estabilidad y equilibrio cuando pueda identificarse la necesaria “correspondencia” de la justificación racional que se alegue con su materialización en la ejecución.
Según A. Tarski, para atribuir la consistencia es indispensable que la actuación se ajuste al conocimiento de la totalidad de los enunciados estáticos, equivalente a la “verdad”. La verdad demanda tanto de adecuación material como de corrección formal. Bajo estas condiciones, aparece la “satisfacción”, que es la noción que se tiene de los hechos sustrayéndose de ambigüedades y procediendo en consecuencia.
El honesto se abstiene de resquebrajar la verdad. Tarski afirmaba que “una teoría deductiva es llamada consistente si ninguna pareja de afirmaciones de la teoría está compuesta por una afirmación y su negación”.
Pensar y negar en el actuar es inconsistencia intelectual, moral y ética. Los neoplatónicos hablan de “epistrofé”, que comprende la “reflexión completa”… alinear la conciencia con la gestión. El máximo nivel de la moral es la coherencia de vida. Conciencia y consistencia es sindéresis.
La consistencia obliga a entenderse a uno mismo, sentir y comprender nuestras actuaciones a la luz de la realidad (conciencia). Cuando la realidad es distorsionada por intereses “metaestructurales”, aquellos que van más allá de la ordenación/estructura de la mente, el ente es inconsistente. Una explicación del fracaso sociopolítico de Latinoamérica, en consolidar una sociedad justa, es la falta de consistencia entre el discurso y la acción.
Sus estratos dirigentes destellan una marcada propensión a “ordenar” los sucesos en virtud de conveniencias alejadas de autenticidad… sabemos lo que está mal pero igual vamos a por ello. Hemos convertido a nuestras sociedades en inconsistentes por naturaleza.