No sé por qué, pero siempre pensé que la música tenía alguna relación con los colores. Lo primero que se me vino a la mente es el arco iris –mezcla maravillosa de colores naturales que aparecen después de la lluvia-, y los trinos de las aves que entonan canciones que solo ellas entienden.
Un día me puse a escudriñar esos sonidos y su supuesta vinculación con la música. ¡Y quedé maravillado! Para ciertos investigadores, en cambio, la música es un invento exclusivo de los seres humanos.
La naturaleza es una verdadera sinfonía de colores y sonidos, que se articulan entre sí para lograr armonías. Y dije a mis adentros: -Preguntemos a los colibríes y sus gemidos, a las flores dulces y su extraordinario aroma. Preguntemos a los delfines y sus silbidos, a las ballenas y sus ondas de sonar… A las plantas que tienen sentimientos y a la música del manantial que surca por las praderas…
• Como el amor…
El color y el sonido son como el amor- pensé. Están siempre juntos y se necesitan. El color tiene esa capacidad para entretener la vida y entregarnos, gratuitamente, ese variopinto mensaje de la naturaleza y sus gamas que se combinan y relucen con la luz –porque son la misma luz que emana sabiduría ancestral-.
El sonido, en cambio, tiene la delicadeza de una vibración sutil que añade ritmo a nuestras sensibilidades, que comunica un estado del espíritu y cadencia a nuestros sentidos.
Ambos –color y sonido- no están en los ojos y oídos de la carne, sino en el espíritu de la naturaleza que emerge todos los días, pero que, sin embargo, no los apreciamos porque hemos perdido la capacidad de asombro.
Por eso me gustaría escribir la historia de los colores –del rojo, del azul, del amarillo y del negro, y de la suma de todos que es el blanco-. Y la historia de los sonidos, desde aquellos avatares sencillos como los de las aves hasta los más complejos –los ruidos de los huracanes-.
• Nuevas historias
¡La historia del rojo! ¡Qué hermoso es el rojo y sus tonalidades! El rojo de fiesta escarlata, de fuego y pasión; de calor y corazón. El rojo de la sangre que tomaba mi padre –la de toro- para renovar sus energías. El rojo de lucha, amor y ternura. El rojo de esperanza.
¡La historia del azul! De la antigua hora azul que llenaba de poesías mis pensamientos juveniles. Del color del agua –que es mi elemento-. El azul del cielo que marca un referente para los creyentes y un más allá para los ateos. El azul de la vida, aquel punto azul –el maravilloso planeta Tierra- que deambula por el firmamento negro, producto, probablemente del ‘bing-bang’, o de azarosos procesos evolucionistas.
¡La historia del amarillo! Aquel que nos invita a sentir el sol, otrora dios de los andinos, al marcar los solsticios de verano e invierno. La historia de las espigas y el viento, de las cometas infantiles y las mazorcas de maíz. El color de la vida, del fuego y la suerte que muchas mujeres buscan, cuando al amanecer de un nuevo año, se visten de amarillo –interiores y exteriores- para contagiarse de optimismo.
¡La historia del color negro! El color de la oscuridad y las tinieblas, del pensamiento negativo o de la noche, pero que, sin su concurso, no existiría la luz. La historia de las opacidades y la mezquindad, que subyace en la condición humana. El negro, el bello negro, de la otra cara de la Luna y de la vida.
¡La historia del blanco! No olvido nunca las innumerables ocasiones en que he estado frente a una hoja… en blanco. ¡Qué sensación más hermosa y al mismo tiempo desesperante! El blanco no necesariamente es la nada. El blanco es la síntesis de todos colores; por lo tanto, contiene a toda la realidad. ¿Podría ser el todo? Pero, ¿qué es el todo?
Por eso, a veces he pensado que los sonidos de los colores podrían ser parte de esa insondable parafernalia de sensaciones producidas por alguna agüita de vieja o… algún alucinógeno, donde las psicodélicas expresiones de nuevos mundos recreados por la Sinestesia –un nuevo tipo de arte y ciencia- exaltan los sentidos y deleitan los cerebros.
Dicen los investigadores que los pintores oyen los colores, ven los sonidos, saborean las palabras y los números. Y que los escritores están unidos, inevitablemente, a un ambiente de colores y cigarrillos, a flores especiales y aromas, a jarras de café, vino o mate. Es comprensible: se trata de entrelazar los sentidos, las memorias y los olvidos… y producir algo. Sí, algo para alguien, para sí, o para nadie.
• El juego más eterno
También asocio el color con el juego. Sí, porque el juego sabe a humanidad, a sonrisa espontánea y gratuita. A vida, movimiento y rictus de amor.
El color es la expresión más lúdica del ser humano, cuya sustancia es la cromática que se combina en forma armónica y en ocasiones es el resultado del caos, que se resume en un brochazo, que es la herramienta de la creatividad. Es que somos color y juego: humanidad inconclusa.
Por eso intuyo que la creación artística, literaria y científica no tiene fronteras; tampoco límites. Porque son productos de estas sensaciones tiernas, maravillosas, absurdas o atrabiliarias, que asocian, inevitablemente, la realidad con la metáfora y la fantasía. El arte –asumo- es pensamiento lateral, diferente e irreverente: una infracción de la realidad –a veces una provocación- porque tiene una carga subjetiva que concentra en un trazo de un color o en una palabra no solamente un símbolo, sino varios símbolos que, en su conjunto, contienen una cultura. Y el color es cultura. Y el sonido es cultura. Y la vida es cultura.
• Todo depende de un clic
Y, puesto que vivimos la sociedad audiovisual, sería inadmisible no referirse a la realidad virtual, que combina -¿crea?- nuevas y originales texturas, gamas y tonalidades gracias a las tecnologías, donde los colores, aparentemente, tienen vidas infinitas.
Todo depende de un clic, de un recreador de imagos o imágenes, y un programa que ‘procesa’ sensibilidades. Y para que se complete la ficción aparece la música –el lenguaje del espíritu- que con su nutritiva presencia concibe la unión perfecta que bien podría denominarse el “cromática audible”, “sonido del color”, un producto estrella de la modernidad.
Estas líneas son frutos de esos momentos veraniegos muchos de ellos indescifrables, en los cuales el color, el juego, el sonido –y muchas veces el silencio- se unen para compartir más que referentes y relatividades, un mundo de sensaciones reales o soñadas, vividas o imaginadas.