En tiempos de covid-19, las trabajadoras sexuales en Quito enfrentan el hambre y la falta de recursos. Foto: EL COMERCIO
Son las 07:30. Suenan las sirenas. Luciana camina con sigilo por las calles del Centro Histórico de Quito; las patrullas policiales rodean el sector. Alista su mascarilla, maquillaje y coloca alcohol-gel en sus manos. Ella, trabajadora sexual desde hace 10 años, intenta juntar dinero para comprar la comida del día. Pero no hay clientes; su economía está quebrada.
El aislamiento ha sido duro para Victoria: padece diabetes y se ha quedado sin insulina. Ninivé, en cambio, se organiza para ayudar a sus compañeras y que el alimento no les falte.
Han sobrevivido a todo: el prejuicio, la discriminación, los insultos, la violencia, el abuso de uniformados, el gas lacrimógeno. Para Luciana, Ninivé y Victoria (nombres protegidos), la crisis desencadenada por el impacto del covid-19 en Quito las ha encontrado solas, desprotegidas.
“Solamente estamos sobreviviendo. El mundo es una pirámide y resulta que hay pocos arriba y muchos abajo. Nosotras somos las de abajo. Pero tengo esperanza y sé que vamos a salir adelante”, dice Luciana, a través de la pantalla.
Ella, madre de tres hijos, uno de ellos con discapacidad, apenas lograba alcanzar a pagar las cuentas del mes cuando se decretó la emergencia sanitaria en el país, el 16 de marzo del 2020. Intentó quedarse en el departamento, dos piezas que arrienda, pero las deudas se agudizaron. El ‘quedarse en casa’ no aplica cuando se sobrevive al día. Entonces, Luciana -como otras de sus compañeras– volvió a las calles después de tres semanas, cuando en Quito aún regía el semáforo rojo.
Eran jornadas duras y sin ingresos. Cuando salía, Luciana lo hacía en un horario establecido: de 07:00 a 13:00. Lo que seguía era una carrera a contrarreloj para llegar a casa antes del toque de queda, que se iniciaba a las 14:00 en Ecuador.
Aunque intentaron permanecer en casa, la falta de alimento y medicinas causó que las trabajadoras sexuales en Quito intenten cumplir jornadas de trabajo. Usan mascarillas y alcohol-gel. Foto: Eduardo Terán/ EL COMERCIO
“Nosotras no contamos con un fondo para emergencia. Yo trabajo para comerme un arroz con huevo. Por eso regresé, pero no se trabaja alto. En realidad, me hice uno o dos ‘puntos’. Y eso cuando hay; porque, sabe, nosotras trabajamos con el pueblo. Nuestros clientes son albañiles, comerciantes… A veces no había nada y terminaba gastando lo único que ganaba en taxi, porque no había transporte público. En eso se me iba todo un día de trabajo…”, relata, la voz firme.
Aunque la economía tampoco era buena antes de la emergencia, Luciana recuerda que durante los “tiempos buenos”, alcanzaba los seis ‘puntos’ por día. El servicio tiene un precio estándar: 70% para ella, el 30% para el pago de una habitación. Sin embargo, con la llegada de la pandemia, el hotel que la acogía cerró y volvió a trabajar de forma clandestina. A veces en los vehículos del cliente, a veces en la intemperie.
Lo mismo hicieron sus compañeras, muchas de ellas, mujeres trans con adultos mayores que proteger en casa. No solo se enfrentaron a días sin alimento, relatan que también debían esquivar a la Policía, porque, aunque ser trabajadora sexual no es un delito en Ecuador, “ellos son nuestros enemigos silenciosos. Siempre he tenido que enfrentarme a ellos. Me han dicho que estoy contagiando gente. Pero no es así. Lo dicen con una facilidad… ellos sí tienen sueldo, les paga el Gobierno. A nosotras nos paga la calle, lo que hacemos día a día”, descarga Luciana.
Han pasado 43 días desde que Quito ingresó a la ‘nueva normalidad’, el 3 de junio. Para Luciana el semáforo amarillo ha implicado jornadas aún más duras, aunque los ingresos no han aumentado. Habla siempre sin filtros y, pese a la época difícil que vive y los insultos que recibe, no se quiebra porque la impulsa saber que su trabajo servirá para la educación de sus hijos.
Del otro lado de la pantalla, Luciana sonríe y confiesa que su sueño es seguir Derecho en la ‘Facultad’; quiere luchar por los derechos de su comunidad. Dice, además, que no dejará de hacerle frente a la discriminación, todavía latente en el país: “Como mujeres y trabajadores sexuales debemos levantar nuestra voz siempre. La sociedad no ha entendido que, como muchas personas vulnerables, hemos sido olvidadas por el Gobierno. Pero también quisiera que la gente se ponga la mano en el corazón y recuerde que también somos seres humanos, que tenemos miedo y aún así debemos salir”.
No han dejado de salir a las calles en el Centro Histórico de Quito. Las trabajadoras sexuales reúnen sus recursos para dotarse de insumos sanitarios. Foto: Eduardo Terán/ EL COMERCIO
Detrás del rostro de Victoria -de 42 años- hay una familia y hay hambre. Ella, trabajadora sexual desde que cumplió 18 años, recuerda cómo su vida cambió en el 2006, cuando la administración del exalcalde Paco Moncayo clausuró los locales en los que laboraba junto a sus compañeras. “Siempre hemos sido padre y madre en nuestros hogares y para nuestros niños. Hemos estado en las calles durante muchos años, pero nada comparado con esta pandemia”, relata.
Cuando el estado de excepción fue decretado por el Gobierno Nacional, Victoria intentaba volver a su hogar, ubicado en Lumbaqui, una comunidad de Sucumbíos, pero se quedó varada en Quito, junto a Julio (nombre protegido), su nieto de tres años y siete meses. Sin ropa ni medicamentos o alimento, pidió ayuda a un cliente. Él la acogió en su hogar, pero la insulina comenzó a faltar.
Victoria no volvió a las calles porque su estado de salud la vuelve más vulnerable ante el covid-19. Además de la diabetes, tiene hipotiroidismo y debe someterse a una cirugía de manga gástrica por su sobrepeso. “Perdí todas mis citas médicas. No tenía dinero. Él (su cliente) me compartía su insulina. Fue muy generoso, pero no puedo quedarme muchos días. No tengo nada. Hoy día amanecí, mañana… ya no lo sé. Estoy jodida”, dice.
En tiempos de pandemia, la solidaridad también se ha multiplicado. Victoria ha recibido ayudas alimenticias que han llegado desde sectores sociales diversos como la Fundación Hermanas Amadas.
Mientras Victoria habla, se escucha a su pequeño. Su voz se quiebra; su familia también lucha por sobrevivir. “Vengo de un hogar pobre. Mi madre tiene 80 años; tampoco tiene nada. Nos ofrecieron los bonos de los que hablaba el Gobierno, pero no salimos favorecidos. Más bien, nuestras hermanitas siempre han estado pendientes de nosotras”, afirma.
A Victoria le preocupa la salud de su nieto, aunque no ha dejado que el alimento le falte. Ahora espera volver a su vivienda para retomar su pequeño emprendimiento de comercio, que ha sido su vía de sustento junto con el trabajo sexual.
“No nos va a matar el virus, nos va a matar el hambre”, dice Ninivé, de 44 años. Ella salió de su casa, en Flavio Alfaro (Manabí), cuando era adolescente después de vivir en un hogar donde la violencia intrafamiliar era la regla diaria. Como muchas sobrevivientes, logró escapar de los golpes y tuvo que arreglárselas en la calle desde entonces.
Después de 20 años en el oficio, Ninivé, madre de dos hijos, dice que la crisis que impacta hoy al país es también uno de los golpes más fuertes en su vida y en la de sus compañeras. “Hoy doy gracias porque veo la luz de día y mis hijos están vivos. Deseo, de verdad, que las muertes cesen y la cura llegue. Sé que nadie estaba preparado, pero necesitamos ayuda ¿Dónde está el Gobierno?”, reclama.
Su pedido es claro: No solo se necesitan alimentos, sino pruebas PCR para las trabajadoras sexuales y equipos de desinfección e insumos sanitarios, garantías de bioseguridad para poder trabajar. “No se sale por irresponsable, como dicen, sino porque no hay qué comer. Tengo compañeras que tienen cáncer. Existen organizaciones que deberían representarnos, pero son selectivas. Yo le pido a la Ministra de Gobierno y al Presidente de la República que no nos olviden, que se pongan la mano en el corazón…”.
Con la ayuda de su hijo mayor, Ninivé ha logrado sobrevivir durante los días encierro, pero, frente a la situación crítica de sus compañeras, decidió volcarse a la organización independiente para ayudarlas. “El virus se propaga. Pero lo que nos mata también es el hambre y también nuestra mente. Muchas están sufriendo en silencio y están siendo maltratadas. Hoy tenemos que ser solidarios con unos y con los otros”.
Existe, además, la necesidad de cambios, dice Ninivé. Para ella, el más importante es entender que esta pandemia “nos ha dejado ver que somos iguales. Yo soy como usted y tengo los mismos derechos. La diferencia es que yo vendo mi cuerpo para vivir”.
Luciana se alista para una nueva jornada, Victoria cuida de su nieto y Ninivé prepara las ayudas. Las impulsa el mismo motor: el amor por los suyos, que incluso en tiempos de covid-19 es más fuerte que el miedo.