Lleva meses en tratamiento sicológico para superar el trauma. Anahí (nombre protegido) sufrió hace un par de años por la adicción de las drogas y aceptó que necesitaba ayuda, pero no recibió el trato que esperaba.
Esta joven transfemenina, de 20 años de edad, vivió una pesadilla en una clínica clandestina de rehabilitación, ubicada en una localidad rural de la Costa del Ecuador, que prefiere mantener en reserva por posibles represalias. La tortura la obligó a escapar y pese a que presentó una denuncia no ha visto resultados.
El caso fue difundido por la Asociación Silueta X, que desde el 2019 ha solicitado a la Secretaría de Derechos Humanos, hoy Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos, la activación de un protocolo para casos de retención de personas contra su voluntad en estos centros clandestinos.
En estas clínicas ilegales, que supuestamente ofrecen tratamiento contra la adicción a las drogas, las personas de la comunidad Glbti sufren maltratos por su orientación sexual o identidad de género.
Pese al dolor, Anahí recuerda esos días de espanto. Lo hace para evitar que otros miembros de la comunidad pasen por ese infierno y para pedir a las autoridades que apliquen sanciones severas. La denuncia que presentó se archivó y ahora ella es amenazada por quienes fueron sus torturadores. Este es su testimonio.
De ‘terapia espiritual’ a tortura
“Antes de entrar a la clínica de rehabilitación tenía el cabello largo, un poco abajo de los hombros; era café oscuro. En mi niñez recuerdo que siempre me preguntaba: ¿por qué no puedo hacerme trenzas o un moño? Siempre me sentí mujer.
Los dos primeros meses en el centro fueron buenos. Me aceptaron como soy, con mi identidad de transfemenina, y empecé una terapia ‘espiritual’ para superar mi adicción a las drogas. Leíamos la Biblia, meditábamos, cantábamos… Nos trataban bien y nos abrazaban.
Al tercer mes todo cambió. Un día me quitaron toda la ropa femenina que tenía y la quemaron. Luego la persona que dirigía el lugar tomó una rasuradora y me cortó el cabello; me dejó calva. Ese fue el comienzo de un infierno.
Sin tratamiento médico
Mi familia pagaba USD 180 al mes por mi tratamiento. Y aunque dijeron que nos darían medicinas para pasar la abstinencia sin problemas, nunca lo hicieron. Sufrimos ‘la mona’ -los síntomas del periodo de abstinencia-; fue terrible.
Comencé a consumir hace un par de años. En ese tiempo salía con un chico que era consumidor y me propuse ayudarle a superar el vicio. No lo logré… en pocas semanas había caído en ese mundo.
Por eso cuando me ofrecieron la rehabilitación acepté e ingresé voluntariamente a ese lugar donde solo soporté cinco meses; no pude aguantar más tortura. Escapé y denuncié lo que viví, pero hasta ahora nadie hace nada.
Eso ocurrió a inicios de este año. El centro cerró pero supe que abrirá, nuevamente, en otro lugar. La persona que me maltrató y hasta abusó de mí sigue libre, como si nada. Yo no puedo caminar tranquila; estoy amenazada.
Una pesadilla
Éramos 13. Ese lugar clandestino ni siquiera era una casa. En los cuartos había colchones viejos y no podíamos ir al baño. Teníamos que compartir una botella de plástico y cuando se llenaba nos obligan a beberla.
Si hacíamos algo que consideraban que estuviese mal, pues teníamos que pagar con un castigo. No nos dejaban dormir; pasábamos la noche de pie, tratando de no caernos por el sueño porque el maltrato sería peor.
A veces me encerraban en un sitio para echarme agua. Y allí, en esa agua empozada, tenía que soportar toda la noche. Otros días me hacían comer grillos, también nos pegaban con esas cucharetas de palo. Tampoco nos daban de comer.
Una vez pasamos casi una semana sin alimentos. El dueño del lugar nos decía que había que esperar que llegara ‘una bendición’ para preparar algo de comida.
Denuncia sin resultados
Cuando puse la denuncia en la Fiscalía me asignaron un abogado público que nunca me contactó. Entonces decidí hacer algo de lo que arrepiento.
Regresé al lugar de donde había escapado para pedirle perdón al dueño. Le dije que me había equivocado y le pedí que me recibiera, otra vez, para hacer voluntariado. Pensé en esa estrategia para tener pruebas de lo que hacían a los internos.
Tenía un horario, iba solo algunos días a la semana y pude tomar fotografías de las huellas de la tortura: moretones en la espalda, heridas, señales de maltrato… La justicia aún no responde, pero las organizaciones Glbti las han difundido para tratar de evitar que la historia se repita. Volver a ese sitio fue una pesadilla.
El dueño me pedía que le dé masajes y aprovechaba ese momento para abusar sexualmente de mí. El hombre, que se hacía llamar religioso, era un pervertido.
‘Ya basta de discriminación’
Dejé las drogas, pero aún tengo problemas al recordar lo que viví dentro de ese lugar. Hace pocos meses comencé una terapia sicológica, en un dispensario del Ministerio de Salud. Pero siento que ya no soy la misma de antes por todo el daño que me hicieron.
He tratado de retomar mi vida, aunque no es fácil. Estoy trabajando y cuando regreso a mi casa siento que me persiguen, que me observan. El dueño de la clínica me amenazó, me dijo que si abro la boca me mata.
Las autoridades deben tomar casos como el mío en serio, porque nuestras vidas la de nuestras familias corren peligro. Ya basta de discriminación.
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