Es como volver en el tiempo unos 60 años atrás, cuando las calles de Quito eran de piedra, las casas de adobe y los techos de teja. Como cuando los niños, en lugar de conectarse a videojuegos, salían a las calles a saltar la soga, y a comprarse una beba, un nevado o esas bolitas blancas rellenas de dulce y coco a las que llamaban colaciones.
Así es dar un paseo por La Ronda, una particular calle que cruza el Centro Histórico, en donde los vecinos se niegan a dejar morir las tradiciones quiteñas.
Durante un paseo, los visitantes podrán conocer los oficios de antaño. Entrarán al taller de hojalatería de doña Martha Pacheco y se deleitarán con sus historias sobre cómo ella – siendo niña- aprendió a dar forma a las latas.
Es como ingresar a un mundo diminuto de juguetes. Allí se puede encontrar las ollas en las que se prepara el caldo de pata, el balde de la chicha, la paila de la fritada, el asadero del cuy… Todo en tamaño pequeño. También cocinitas, platos, cucharas, hornos y las planchas de carbón que usaban las abuelas…
Como dice Martha, su misión es no dejar morir el pasado y su oficio es trabajar los sueños de la gente con sus manos.
Ramiro Torres, presidente de la Asociación de Emprendedores Turísticos del barrio La Ronda, que agrupa a 20 negocios, cuenta que el primer nombre de esa zona fue Chaquiñán. Con la llegada de los españoles se la bautizó como La Ronda, en honor a los guardianes de las calles conocidos como rondadores.
El barrio pasó de ser el primer trazado de Quito a convertirse en una zona que cayó en degeneración debido a la delincuencia, en los años 90. Pero desde hace 15 años, se regeneró y hoy es una de las zonas turísticas de la urbe.
Rehabilitar estas casas no fue sencillo. Ramiro, por ejemplo, invirtió más de USD 200 000 en la reconstrucción de su hogar de tres pisos donde vive y donde funciona su restaurante de comida tradicional.
Como era de esperarse, la pandemia pasó factura al sector. La calle pasó de tener unos 100 negocios, a apenas 30. Antes de la emergencia sanitaria, Ramiro vendía hasta USD 6 000 un viernes. Ahora, no llega ni a USD 1 000.
A lo largo de la calle se puede ver personas saltando la cuerda, jugando en la rayuela, en el futbolín o atinándole al sapito. Puede comprar empanadas de viento, de verde o morocho, humitas, quimbolitos, seco de chivo y llapingachos. Y por qué no, gritar un ¡Que viva Quito! con un vino hervido o un canelazo en la mano.
También puede probar dulces tradicionales. Cuando la mistela entra en la boca se siente como un caramelo sólido, pero al humedecerse o ante una ligera presión de la lengua o de los dientes, se revienta y el licor explota.
La experiencia es exquisita, por lo que es uno de los productos que más se venden en el sector.
Germán Campos Alarcón trabaja en orfebrería. Da forma a planchas de oro, plata, cobre, bronce, entre otros materiales. Aprendió el oficio de su abuelo y es la tercera generación que se dedica a esta actividad.
La joyería, el repujado y los cinceles dan sentido a su vida. Desde niño, veía a su padre en el taller y el golpeteo de las herramientas fue el ‘soundtrack’ de su infancia.
Sus más grandes alegrías y travesuras giran en torno a materiales preciosos. Es quien ha dado forma a las alas y diademas para las vírgenes de Quito. Su oficio lo hace feliz. Solo pide -al igual que sus vecinos- más apoyo a las autoridades.