Solo 14 casas coloniales sobreviven en el Centro Histórico de Quito

Casa Parroquial El Sagrario, que se levanta en la García Moreno y Espejo, es otra de las joyas del Centro Histórico.

Toda ciudad es un universo que quiere perpetuarse. Y una de las luchas de su día a día es la complicada búsqueda para persistir sin tener que apearse del vertiginoso tren del desarrollo, y así lograr que su historia no tenga epílogo.
Quito, fundada por los españoles en ese útero de andesita de los Pichinchas tiene, en este rango, un currículo ilustre que la convirtió, junto con Cracovia, Polonia, en Patrimonio de la Humanidad en 1978.
Los 150 monumentos y 4 286 inmuebles patrimoniales que conforman su Centro Histórico pesaron en esa nominación.
La tipología colonial es parte medular de este patrimonio aunque, explica Fernando Hinojosa, catedrático de la Universidad Católica, ha sido depredado sin pausa en el rango vivienda. “Las casas genuinas de ese estilo se cuentan con los dedos de las manos”.
Alfonso Ortiz, historiador y excronista de la ciudad, es más radical y afirma que estos inmuebles no llegan a cinco.
El arquitecto Eduardo Báez deja esta cifra en cuatro. Y los recita de memoria: la Casa del Alabado, la Casa de la Acuarela Muñoz Mariño, una casa que perteneció a la familia Ascázubi y la Casa de la Peña.
No obstante y luego de un estudio detallado, el Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP) definió en 14 el número de casas coloniales que le quedan a la capital.
Para catalogar estas edificaciones como coloniales, se requirió un proceso complejo: desempolvar documentos del Registro de la Propiedad, inspeccionar, revisar datos y analizar las técnicas constructivas. Son casas de más de 320 años de construcción y, como apunta Raúl Codena, director del IMP, aún guardan en sus muros gruesos parte de la historia de ese Quito de 1700.
El arquitecto Guido Díaz, exdirector del Fonsal, quien restaura hoy el predio de la Junín y Flores, refuerza la tesis de la escasez, pero piensa que aún pueden existir algunas en los barrios que eran periféricos en su tiempo: San Juan, San Marcos, la Plaza Victoria, San Sebastián o La Tola.
Pero, ¿por qué son valiosas esas edificaciones? Por muchas razones, según los cuatro arquitectos. Forman parte de la memoria de la ciudad pues son muy antiguas, con varios siglos en sus espaldas.
Son, asimismo, registros históricos de cómo vivían los ancestros, de cómo se relacionaban con sus vecinos y congéneres, del proceso que ha tenido la capital en el tiempo, de cómo influyeron en esa arquitectura y ese urbanismo, de sus luchas y conquistas sociopolíticas.
Estas casas, explica Díaz, eran un reflejo de la sociedad cerrada de la época.
Por eso, la vivienda tipo era de pocos pisos (uno o dos, muy pocas veces tres), con ventanas exteriores muy pequeñas, una sola puerta de ingreso, cuartos separados (incluidos cocina y comedor) ubicados alrededor de un patio o de un pasillo de interconexión.
Con un servicio higiénico por piso y, casi siempre, un huerto para la autoprovisión de verduras.
El ingreso estaba a un nivel mucho más alto que el de la calle, pues en ese entonces no había veredas y las inundaciones causadas por los aguaceros eran, como ahora, tan comunes como el pan de cada día.
También eran casas muy frías, enfatiza Hinojosa. Sus paredes eran portantes de tapial o adobe; y sus techos y tumbados eran muy altos, adaptados al calor andaluz y cordobés (según los estándares árabes que ocuparon España por 800 años) y no al frío serrano. De ahí se explica cómo vestían y se arropaban los quiteños.
Y el color de las paredes era el blanco porque eran pintadas con cal, material que, pensaban los antiguos, tenía cualidades antisépticas que podían frenar en algo las
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