Los primeros recuerdos que Carmita Aguilar guarda de su infancia tienen fondo musical: ella sentada a los pies de su padre, escuchándolo cantar y tocar la guitarra. Hoy -a sus 69 años- dice que quizás por eso la música para ella es sinónimo de vida y de felicidad.
Desde que tiene memoria quiso aprender a tocar la guitarra. Un par de veces tomó el instrumento en sus manos e intentó darle ritmo, pero en ese entonces -recuerda- la mujer debía estar en la cocina, por lo que en casa nunca la apoyaron.
El tiempo pasó y dejó su sueño de ser música de lado. Hasta que cumplió 65 años, cuando vio que se abrió un taller para aprender a tocar la guitarra cerca a su casa, en Cotocollao. De eso han pasado cuatro años, y aunque aún le queda mucho por aprender, ya puede darse el lujo de tocar un par de sanjuanitos. Sus tres hijos y tres nietos saben que la música la hace feliz, por lo que en su cumpleaños le regalaron una guitarra.
María Calvopiña, de 66 años, está aprendiendo a coser. Apenas lleva una clase, pero asegura que siempre soñó con ser diseñadora de modas, y ahora -a la vejez- está haciendo realidad su anhelo.
Da fe de que a esa edad la vida es más bella: sabe lo que realmente quiere y tiene tiempo para dedicárselo a lo que realmente le gusta a ella. “Ya no hay hijos que criar, ni esas responsabilidades. A esta edad ya solo se vive por placer”. Admite que es cierto que cuando se pasa cierta edad es más complicado aprender, pero con dedicación todo es posible.
La Casa Somos, donde dan tanto el taller de guitarra como de corte y confección está en Cotocollao, por lo que le queda cerca. María vive en la Machala y asiste dos veces a la semana. Va caminando y, de paso, se ejercita.
“Yo les animo a las señoras mayores; no importa la edad, si tuvieron un sueño de niñas o jóvenes y no lo cumplieron, ahora es cuando. Ahora tenemos tiempo para nosotras mismas”, reflexiona.
Diego Macías, coordinador de la Casa Somos, indica que los talleres están abiertos para toda la comunidad, pero que un 20% de los usuarios son personas mayores para quienes la edad no es impedimento para aprender.
“La mayoría ha tenido el deseo de dibujar, cantar, bailar, tocar la guitarra o aprender algún arte desde jovencitos, pero no pudieron lograrlo y ahora decidieron dar ese primer paso. Hay talentos escondidos”, comenta.
Este proyecto cuenta con más de 50 personas de la tercera edad que asisten regularmente. Una de ellas es Lilia Benítez, de 80 años, quien descubrió que tenía un don para la pintura a los 70.
Reconoce que cuando era niña siempre le gustó tomar el pincel y hacer trazos de color, pero en su casa sus padres no le pusieron mucho interés a lo que le gustaba.
Un día, mientras caminaba por La Delicia vio un cartel en el que se anunciaban cursos de cocina, pastelería y pintura. No lo pensó dos veces y cuando se dio cuenta ya estaba inscrita en el taller.
Lo primero que le enseñaron fue a pintar en tela. Luego aprendió el pirograbado, una técnica que consiste en pintar con fuego. Se utiliza un aparato que tiene calor en la punta y va quemando la superficie que toca. Ahora está aprendiendo a pintar en madera. A la vejez descubrió que cuando pinta un cuadro, su mente se relaja, se olvida de cualquier problema y se concentra solo en la huella que va dejando la pintura en la tela. Ya lleva pintados más de 20 cuadros.
Dice que no le fue difícil aprender porque su maestra, Maritza Topón, tiene paciencia y enseña con cariño. Todos en casa están orgullosos de ella: sus nueve hijos, 15 nietos y seis bisnietos.