Médicos como Lizbeth Villarreal hacen turnos en épocas como la Navidad. Foto: Patricio Terán/ EL COMERCIO.
En su mente y corazón, la Navidad empieza en realidad en marzo. Desde ese mes su madre, Luz María, separaba los juguetes para ella y sus cinco hermanos. Los pagaba a plazos y en octubre ya estaban en casa. Marcela Ortiz, de 68 años, lo recuerda cada diciembre.
Al contarlo sonríe y sus ojos resplandecen como uno de esos foquitos que dan luz al pesebre que sus alumnos miran, en la Escuela Franklin Roosevelt, que dirige desde 1970.
A Marcelita, como la llaman los niños y sus padres, esta temporada le trae lindos recuerdos de la infancia. Su mamá escondía los regalos, que debían recibir meses después. Pero el misterio duraba muy poco, los niños solo esperaban que su madre saliera de casa para buscarlos encima del armario y en ciertos cajones.
Cuando hallaban un carrito o un avión, solo les quedaba una duda: para cuál de los dos varones sería cada juguete. Igual en el caso de las cuatro mujeres. Era tan bonito esperar despiertos, fingiendo estar dormidos, para recibir en Nochebuena los regalos, aunque se hubiera perdido el efecto sorpresa.
Marcelita incluso puede saborear esos pristiños, que su fallecida madre preparaba. Esos recuerdos dulces enriquecen el corazón -reflexiona- y hacen que el entusiasmo de celebrar la Navidad pase de generación en generación.
¿Por qué? En las etapas más tempranas de la vida y a lo largo de los años se van almacenando esas experiencias en la “memoria emotiva”. Lo apunta Gissela Echeverría, terapista familiar sistémica.
Con los estudiantes del Roosevelt, la directora Marcela Ortiz, frente al pesebre. Foto: Diego Pallero/ EL COMERCIO.
Si en esas fechas se produce una muerte o alguna pérdida queda una marca o herida emocional. Igual -dice- si alguien recibe un detalle que le hace sentir importante o trascender o que le provoca felicidad. “Todo queda grabado”.
Algo así le ocurre a Milton Luna, ministro de Educación. A sus 60 años, en esta temporada, no deja de evocar esa alegría que le causaba recibir caramelos y algún juguete, cuando tenía unos 8 años.
“Llegan a mi mente el colorido, algunos villancicos viejos e incluso el aroma a incienso”, relata. Y dice que él y su esposa, también educadora, buscaron que sus hijos tuvieran en estas fechas un entorno parecido al que vivieron ellos, agradable y lleno de esperanza. Hasta ahora, con ellos, que tienen 27 y 28 años, arman el árbol de Navidad, en familia.
Pero esos recuerdos navideños no solo se forman casa adentro. También dejan huellas experiencias profesionales. Ese es el caso de Lizbeth Villarreal, médica procuradora de la Unidad de Trasplantes del Hospital del IESS, Carlos Andrade Marín, en Quito.
La doctora no ha borrado de su memoria el 24 de diciembre del 2016. En esa Navidad presenció dos casos extremos: el dolor por la partida de un ser amado y la esperanza de vida que genera la posibilidad de concretar un trasplante de órganos, en esa fecha tan significativa. Por un lado acompañó a la familia de un hombre de 57 años, que sufrió una hemorragia cerebral y falleció. Y por otro, a los parientes de beneficiarios.
Tras ayudarlos a enfrentar el shock por la muerte de su padre y esposo, con sus colegas les explicaron que las máquinas permitían una respiración y latidos artificiales del corazón, que los órganos tenían vida, no su ser querido y les hablaron de la donación. Su padre había estado de acuerdo con el procedimiento.
Esa familia -rememora la médica Lizbeth- enfrentó el duelo en Navidad. Pero en medio de ese dolor le reconfortó saber que su padre se convertiría en un ángel para quienes recibieran un soplo de vida gracias a trasplantes de riñones, hígado y córneas.
Echeverría, terapista sistémica, anota que las fechas marcan porque tienen detrás una simbología y ritos como reunirse con seres queridos y compartir un bocado. Aunque no se las debe idealizar. En su consulta en Quito ha tratado a jóvenes que no soportan ni escuchar sobre esta temporada. Al conversar con uno descubrió que no lograba olvidar que en un 25 de diciembre su padre se emborrachó y terminó golpeando a su mamá.
Cuando las experiencias desagradables o traumáticas hacen que una persona no pueda disfrutar de determinadas épocas del año hay que plantearse la opción de buscar terapia para superarlas. Una herida abierta se convierte en cicatriz y no deja seguir.
La médica Villarreal siente que la posibilidad de estar entre la vida y la muerte la ha hecho más humana. Mientras la mayoría celebra, come algo especial y comparte en familia, ella y más personal de hospitales como el Andrade Marín pasan navidades extremas que marcan sus existencias.
La maestra Marcelita aprovecha la fecha para preguntarles a sus alumnos ¿cómo sus padres consiguen los juguetes? Les dice que tener una familia para compartir algo es un privilegio. A los padres les pide darles tiempo a sus hijos, dejarles gratos recuerdos cada día y también en Navidad, como lo hacía su mamá Luz María.