Si no sabe de antemano la trama, es probable que el título le oriente poco o casi nada. Ya que en el ballet no se habla, los personajes que intervienen pasan por demás anónimos. Por eso, no se asuste si en ‘La sangre de las estrellas’ no reconoce más que una metáfora que define la esencia del ser humano: su realidad y su anhelo.
Ahí está el ballet en lleno, con sus trajes ceñidos y encarnados y unos vestidos azules que vistos desde arriba se verían como claveles tecnicolores, haciendo piruetas, saltos y movimientos casi fantásticos con la gracia de un pájaro que planea en el aire caliente, o el vaivén de las hojas de los árboles sacudidas por el temporal.
Ahora, sabemos que en el escenario está Calisto junto a 15 bailarines más del Malandain Ballet Biarritz. Según la mitología griega, Calisto fue una ninfa con quien Zeus traicionó a su esposa, y a quien convirtió en osa para evitar la furia de la temible Hera.
Calisto baila ballet y danza moderna. La vemos estirar los brazos, tensionar hasta el último músculo posible, estirar las piernas hasta el límite de la flexibilidad biológica, salta, Calisto salta con sus piernas de hembra que no la llevarán nunca al cielo.
También sabemos, o por lo menos lo intuimos, que otro de los bailarines es Zeus, con quien Calisto corteja en el baile. Ambos sincronizan sus movimientos, ambos se deletrean sin voz una a una las letras de la pasión y el pecado, y mientras Calisto salta y se estira, jadea tan fuerte que se la oye traspasar la cortina que Strauss ha tendido más allá del tiempo y que se lanza sobre el público a través de los amplificadores del teatro. Ese Teatro Sucre que está lleno, que escucha atentamente jadear a Calisto mientras baila, mientras es atrapada por Zeus, mientras sometida cae al suelo, en donde el movimiento se convierte en el armonioso trance de los cuerpos que se complementan, igual que el brillo a las estrellas.
Por un segundo todo se detiene -no se oye toser a nadie, ningún niño hace una rabieta para distraer al vecino con su voz de cristal que se rompe, nadie parece escuchar a Strauss, Mahler o Minkus que se esfuerzan por llenar el ambiente con sus melodías, nadie parpadea, todos contienen la respiración-. Solo existe el silencio de la música, la ceguera de las luces brillantes y el milagro de la concepción. Nacerá Arcas, hijo de deidades y hombre de carne y hueso.
El cosmos se reorganiza entre bailarines que celebran ejecutando pasos de ballet que llevan nombres en francés que son más bien para entendidos… qué más da, allí es donde la razón no alcanza a explicar lo que la belleza del movimiento dice a su manera.
Después de un instante, los bailarines van cruzado por la parte posterior del escenario como cruzan los fotogramas en una cinta de video, van transformándose de hombre a oso paulatinamente. Una vez completa la metamorfosis, la luz cambia de azul a rojo.
Osos blancos de piel morena danzan con la dificultad de cualquier oso que baila ballet. Venidos del ártico, con la galanura de su pelaje inmaculado, se pasean por las tablas dejando un mensaje de fraternidad hombre-naturaleza que el mismo Thierry Mandalain ha señalado en las entrevistas.
Estos osos se convertirán en estrellas, que formarán las constelaciones de la Osa Mayor y Menor, y que cerrará el círculo de la metáfora de la esencia del ser humano: su realidad y su anhelo.