Dilma Rousseff, hasta hace pocos años desconocida en la política, se levanta como la nueva presidenta de la octava economía mundial y la más poderosa de Sudamérica.
Rousseff sucede a Luiz Inacio Lula da Silva. Se postuló por el Partido de los Trabajadores (PT) del carismático líder, quien tras dos mandatos seguidos (ocho años) no podía postular por otra elección.
Dilma fue guerrillera, estuvo presa durante tres años y fue torturada en tiempos de la dictadura militar; participó como ministra de Energía de Lula en 2003 y luego se hizo cargo del programa de obras públicas que logró movilizar a amplios sectores sociales. El primer reto del gobierno de la señora Rousseff, como ella misma lo prometió, será sacar de la extrema pobreza a 20 millones de compatriotas.
El debate electoral fue arduo. La candidata tuvo que enfrentar las denuncias contra la corrupción del Gobierno y ser portadora de los estandartes del continuismo. Dilma enfrentó a un político tradicional, José Serra, aspirante por segunda ocasión al solio presidencial. Serra milita en la tendencia socialdemócrata, del lúcido presidente Fernando Henrique Cardozo. Serra recogió en la segunda vuelta al 43% del electorado.
La victoria de Dilma suma el 55% de apoyos, pero el respetable número de votantes en contra debe ser tomado en cuenta. En una democracia que se precie de tal, la voz de los opositores es indispensable y la generación de acuerdos suele ser edificante. Esa construcción democrática saludable en Brasil es urgente, por el rápido crecimiento de otras tendencias (la verde, 19%) que representan un amplio espectro social y político.
Suerte para Brasil y para la señora Rousseff, para sus sueños y esperanzas.