La historia ha sido usada para la dominación o para la liberación. Desde los griegos fue utilizada para legitimar el poder. Era la historia de los “vencedores”, de los “personajes”, reyes, sacerdotes y generales. La “otra” historia, la de los procesos, la de los pueblos comienza a escribirse desde el siglo XVIII. Desde ese entonces fue una voz interpelante e irreverente contra el poder, historiando y dotando de rostro a sujetos sociales que en la lucha se iban constituyendo en actores históricos.
En estos días a propósito del macabro asesinato y arrastre de Eloy Alfaro y de sus coidearios no se analiza críticamente el contexto ni las causas profundas de semejante hecho. Desde el poder, se ha recurrido al personaje para mitificarlo y usarlo con fines políticos del presente.
Sin embargo, lo bueno de volver los ojos a Alfaro es que podemos superar las miradas acríticas y apologéticas para reconocer que a inicios del siglo XX el Ecuador vivía grandes cambios, tensiones y conspiraciones de actores, muchos de ellos fanatizados. El país era un territorio donde todavía se resolvían los problemas a balazos. La guerra civil era una invitada permanente.
La revolución alfarista (1895-1912) impulsó un proyecto político radical, que afianzó el Estado Nacional, separó la Iglesia del Estado, fortaleció la educación pública, practicó la honradez en el manejo de los recursos públicos, valorizó a mujeres e indios, generó a la clase media, profesionalizó el Ejército, apuntaló la integración nacional a través del ferrocarril, promovió la unidad latinoamericana, motivó la productividad e industrialización, fortaleció el Estado y simultáneamente alentó la organización social, la de los trabajadores y, sobre todo, frente al dogmatismo, instauró el laicismo y las libertades de pensamiento, cultos y expresión de la gente.
El 28 de enero de 1912, además de los asesinatos, se frenó al proyecto alfarista. Algunas de sus políticas continuarán, otras serán desvirtuadas o desaparecerán en el tiempo. El correísmo dice dar continuidad al alfarismo. La vocación latinoamericanista, el nacionalismo, la construcción de carreteras y algo de la política educativa le darían la razón.
Más nada tiene que ver con Alfaro, el extractivismo, la restricción de las libertades, la pulverización de la organización social, la desbocada intolerancia, la Doctrina Social de la Iglesia y la enorme concentración de poder del Ejecutivo.
En este 28 de enero, nefasto recuerdo de la violencia política extrema, deberíamos en el siglo XXI reflexionar y cuestionar la intemperancia, el fanatismo y la prepotencia. Valorar la tolerancia, el pluralismo, la democracia, el diálogo, la resolución pacífica de los conflictos y no olvidar la frase predilecta del Viejo Luchador: “Perdón y Olvido”, traducción humana y generosa de su formación masónica.