En las comprensiones comunes sobre el populismo se tiende a enfatizar un lado del problema, la capacidad de arrastre de los líderes al conducir a las masas, al lograr de ellas una aprobación que linda más con la adscripción pasional a su figura que con la opción deliberada y razonada por un programa político. Poca atención merece la condición de los actores sociales, a los que se define bajo el concepto indiferenciado y borroso de ‘masa’, una condición en la cual el actor se conduce como rebaño y suprime su capacidad deliberativa y racional.
Emergen dos soluciones ambas afectadas de un fuerte reduccionismo tecnocrático: una, modela la política bajo la ‘racionalidad’ del cálculo de ofertas y demandas, ve sus resultados como maximización de beneficios, proyecta una idea de la base social como compuesta de conductas racionales claramente previsibles.
La aproximación tecnocrática no advierte la complejidad del fenómeno populista, su ambivalente respuesta a una condición de complejidad que es propia de las sociedades modernas y en la cual los individuos ponen en juego su libertad al insertarse en procesos de socialización, cuya realización no se caracteriza por el simplismo de la exclusiva ‘maximización de beneficios’. El sociólogo N. Elías advertía con razón sobre esta condición de radical ambivalencia; vivir en sociedad puede ser al mismo tiempo espacio de realización, o condición de desarraigo y frustración. La reflexión sobre el populismo, desde esta óptica, nos conduce a pensar en la existencia de una base pulsional en la vida social, que hace del ejercicio de la política una construcción simbólica básica.
Una segunda aproximación, a la cual podríamos caracterizarla como neopopulista advierte si la existencia del fenómeno pero no logra escapar de la salida tecnocrática; lejos de rechazar las pulsiones pasionales las ve como recursos movilizadores, plantea la legitimidad de usarlas como mecanismo de cambio social. El líder carismático no solo no rechaza las adhesiones pasionales, sino que las promueve e instrumentaliza para lograr los objetivos que esa masa requiere. Usa su poder para generar el cambio, convirtiéndose a sí mismo en el tótem que en las sociedades arcaicas dotaba de sentido de pertenencia a la colectividad. Si esta argumentación es cierta, deberíamos admitir que el problema en las sociedades contemporáneas está en la construcción-abolición del tótem. Tanto para adalides de las salidas tecnocráticas que quieren inmunizarse de populismo, como para los que quieren instrumentalizarlo como expediente de movilización, la base social aparece como masa maleable y utilizable sin reconocerla en sus compleja configuración. En ambos casos todo parecería reducirse a economicismo a ultranza, o en el mejor de los casos, a puro infantilismo académico.