Los rizos dorados se le enredan en esas encrespadas pestañas. Karen debe apartarlos con sus larguísimas uñas antes de seguir con el relato de su vida.
Se alejó de su familia para ser quien es, terminó arriesgándose noche tras noche en el trabajo sexual, durmió en parques, se sumergió en las drogas con la ilusión de diluir la hostil realidad que la rodeaba y terminó en la cárcel, donde pasó años acorralada por la violencia.
Pero en su mirada no hay rencor. En esos ojos matizados con colorete brillante, enmarcados entre cejas perfectamente delineadas, hay un destello de esperanza. “Comparto lo que he vivido como un testimonio -dice aliviada-. En la vida se aprende y no queda más que luchar”.
Su piel trigueña resalta con el ceñido traje turquesa que lleva puesto. Está sentada en la oficina de Dejando Huellas, una casa de acogida que funciona en el noroeste de Guayaquil y a la que llegó hace un año, cuando se encontraba sola, sin apoyo.
“No encontraba paz cuando llegaban las siete de la noche y debía volver a la calle. Pero cuando llegué a este lugar todo fue diferente. Aquí puedo encontrar un bocado de comida cuando no lo tengo a la mano y una palabra de ánimo para continuar”.
El tono fucsia que empapa las paredes tiñe de alegría el ambiente en este refugio transitorio en Flor de Bastión, creado hace cinco años. Fue idea de Odalys Cayambe, una líder transgénero que ha luchado por ampliar la ruta hacia los derechos de la comunidad, derechos tan básicos como contar con un techo seguro en situaciones de riesgo.
“El Estado no nos da asistencia en casos de vulnerabilidad -se lamenta-. Hay lineamientos para las casas de acogida en el país, pero no incluyen a las mujeres trans. No somos aceptadas por nuestra apariencia o porque no permiten a ‘un hombre’. Por eso apostamos por este espacio propio, creado por autogestión”.
Ella se vio acorralada cuando salió de la Penitenciaría y dejó atrás aquella celda de tortura perenne, entre inhumanos abusos y un rincón cubierto de mugre que le daba algo de alivio. Afuera, sin empleo ni apoyo, las puertas se le cerraron. Así que decidió abrir una para ella y otras chicas trans.
Adecuó un terreno propio, instaló unas literas y ahora hay cabida para 20 personas -aunque siempre hay lugar para más-. Sus habitaciones dan descanso a quienes también salieron de prisión, mujeres trans migrantes, víctimas de violencia social e intrafamiliar, y las que buscan alejarse de la drogadicción.
Odalys aclara que Dejando Huellas es más que un techo. A través de alianzas con entidades públicas y organizaciones extranjeras, como el Consejo Noruego para Refugiados, implementaron un programa de atención sicológica con voluntarios.
También dan soporte médico con derivaciones a un centro de salud cercano, asesoría jurídica, social y asistencia alimentaria.
Acceder a servicios de salud especializados puede tornarse una odisea. Intentar convencer a un médico de secuelas muy particulares en sus cuerpos, como las causadas por el uso de biopolímeros, es complicado.
“Llevamos dentro una bomba de tiempo: la piel se enrojece, se infecta, se inflama, sientes que te quema hasta que explota -cuenta Odalys-. Eso se podría evitar con un tratamiento pero no lo entienden. No comprenden que aunque tengamos 40 años nos sentimos de 80 por todas las huellas de violencia que llevamos”.
La huella de la discriminación es aún más difícil de borrar y la pandemia de covid-19 solo la profundizó. En el confinamiento, 40 chicas compartieron este espacio, muchas de ellas empujadas a dejar el campo por la ciudad, como Estefani y Amely, donde la primera alternativa que hallaron fue el trabajo sexual.
El bajo acceso a educación y a oportunidades de crédito las empuja a la prostitución o al trabajo en restaurantes. Una encuesta de condiciones de vida de la población Glbtiq+, del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), revela que el 40% solo completó la educación media.
Para revertir las cifras y emprender un nuevo comienzo, la casa se transforma en un salón de capacitaciones. Aquí reciben charlas y cursos prácticos para que crear pequeños negocios.
Paola lleva unos pendientes de piedras violetas que hizo con sus manos. Se ha recogido la cabellera azabache para que resalten sobre su rostro nacarado. En medio de alambres, pinzas, colgantes y otros implementos de bisutería está dando forma a su futuro. “Los talleres nos ayudan. Quiero cambiar, dejar atrás lo vivido y seguir ayudando a otras chicas”.
Karen también está en ese proceso. Dejó las drogas, la relación con su familia mejoró y aunque continúa subsistiendo en las calles tiene claro que será temporal. “No todo está perdido. Tenemos la capacidad de salir adelante”.