El jueves pasado, el premier turco, Recep Tayyip Erdogan, decidió bloquear en su país a Twitter, la plataforma de microblogueo. ¿La razón? Según el Primer Ministro, esta red social es parte de una conspiración internacional que se fragua en contra de su Gobierno.
A escala local, la medida sólo consiguió incrementar en 138% los tuits de los ciudadanos turcos, pues ellos optaron por utilizar aquella plataforma conectándose desde otros países.
A escala mundial se produjo una mezcla de burla e indignación por una medida como aquella. Burla porque en un mundo tan densamente conectado como el actual es prácticamente imposible bloquear plataformas como Twitter; e indignación porque se trata de una decisión abusiva que afecta los derechos civiles de la población turca.
¿Cómo explicar una medida tan inopinada como aquella? Este mes, Erdogan cumple 11 años en el poder. Estadías tan largas como aquella producen un desgaste político inevitable y cada vez más pronunciado si el político continúa prolongando su permanencia en el Gobierno.
Prohibir Twitter es, pues, una muestra evidente de la debilidad política de Erdogan. Sabe que su legitimidad está cayendo vertiginosamente entre la ciudadanía turca y ha recurrido a la misma medida que adoptan todas las dictaduras y los populismos autoritarios: en vez de dialogar, enmendar políticas o incluso dar un paso al costado, deciden suprimir la disidencia.
En 2012, Erdogan obtuvo una resonante victoria electoral que le permitió tener el control absoluto del Parlamento. Este triunfo en las urnas fue interpretado por el Premier turco como un designio político inequívoco, pues desde entonces no ha hecho otra cosa que dedicarse a reformar la Constitución y las leyes de su país para adaptarlas al proyecto de su partido, el AKP.
La incontenible voluntad de poder de Erdogan no sólo ha sido rechazada por la oposición, sino incluso por quienes antes le apoyaban. Este creciente volumen de crítica y disidencia ha fraccionado al espectro político turco y ha dejado al régimen de Erdogan cada vez más solitario y dispuesto a radicalizarse.
La prohibición de Twitter sólo es el tragicómico corolario de una política de eliminación sistemática de la libertad de expresión en Turquía. Desde hace años, Erdogan y su régimen han acosado a medios independientes y encarcelado a periodistas por el mero hecho de hacer su trabajo.
Ahora le ha tocado el turno a la ciudadanía turca que había adoptado a Twitter como un espacio donde hacer públicas sus preocupaciones y reclamos. Esta vez, la intención de amordazar a la población no ha dado resultados. Este intento sólo ha puesto en evidencia la necesidad de que exista alternabilidad en los sistemas políticos.