Como suele suceder tras el derrocamiento de las dictaduras, las primeras imágenes, después de mostrar los horrores de la destrucción y la muerte, exhiben los tesoros de los déspotas.
No es novedad que Trípoli, la capital de Libia, donde han cesado los combates tras intensos siete meses de furor de los rebeldes y ardua resistencia de los fieles a Muamar el Gadafi, sea una especie de tierra de nadie. La ciudad, como el gigante desierto de Libia, está agostada. Los saqueos son cosa común y las patrullas de los insurrectos sortean los cuerpos sin vida que dejó la guerra.
Mientras se rastrea a familiares y colaboradores y se sigue la huella del coronel, el mundo recuerda los 42 años de Gobierno férreo, los devaneos ideológicos que lo llevaron a ser aliado del bloque socialista durante la Guerra Fría, preparar a guerrilleros y luego a negociar sin desparpajo con los gobiernos occidentales que perdonaron sus culpas ávidos de petróleo.
Cuando estalló la crisis conocida como la Primavera Árabe en enero, los días de Gadafi estaban contados. La resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para dar protección a los civiles, víctimas de la represión oficialista que contrarrestaba las protestas y la confluencia de la OTAN, dieron pie a una larga lucha.
El mundo civilizado poco a poco reconoce al Consejo de Transición, aún disperso, sin sede ni cabeza, mientras sus delegados explican los planes para reconstruir Libia tras la guerra y tejer una arquitectura institucional para superar décadas de tiranía, falta de libertad y represión.
La tarea será dura, varios países consideraron en Estambul liberar parte de recursos congelados que suman USD 110 000 millones. Solo un puñado de gobiernos sigue apoyando al dictador. ¡Lástima, Ecuador está en esa lista!