América Latina tiene aproximadamente 650 millones de habitantes. Si antes ya existía pobreza, desigualdad social y distribución inequitativa del ingreso, el aparecimiento del covid-19 ha llevado a que esta situación se agudice aún más.
De acuerdo a estimaciones de organismos internacionales, en los próximos meses cerca de 52 millones de personas en la región pasarán a una situación de pobreza. La economía en América Latina decrecerá en el 2020 en un -9%. En este escenario, van a haber países que podrán sortear la crisis de mejor modo. Sin embargo, ese no es el caso del Ecuador.
El Banco Central del Ecuador acaba de actualizar las cifras. La economía ecuatoriana cerrará el 2020 con una caída del PIB del -11%. Considero incluso que esta cifra es muy conservadora, sobre todo a la luz del número de empresas que han cerrado y del número de personas que se han quedado en el desempleo. Desde el inicio de la pandemia hasta fines de septiembre se han perdido en el Ecuador cerca de 427 mil plazas de trabajo. De acuerdo a la OIT, en la región esta cifra llega a 34 millones.
De igual modo, los porcentajes de informalidad son preocupantes. En América Latina el 58% de la fuerza de trabajo está en el sector informal. En el Ecuador es del 46,7%. Lo más grave es que el 60,1% de las personas que están en la informalidad no dispone de seguro público o privado de salud. Es entonces a este sector de la población que el covid-19 ha golpeado con mayor crudeza.
De ahí que una de las prioridades del actual y del próximo gobierno sea reactivar la economía y recuperar el empleo formal. Pero no menos importante es lo que se pueda hacer para atender a los sectores más vulnerables para evitar que caigan en la pobreza y se deterioren aún más sus condiciones de vida.
Es prioritario entonces articular una respuesta política para abordar directamente la dimensión económica y social de la crisis profundizada por la pandemia. Allí tiene un rol fundamental el Estado. Pero no se trata de seguir engrosando el tamaño del Estado, sino de redimensionarlo y, al tiempo, redireccionar el gasto. Cerca de USD
8 000 millones se destinan cada año al pago de nómina de la burocracia. ¿Qué pasaría si una parte de estos recursos se destinaran a programas sociales de lucha contra la pobreza, atención en salud, desayuno escolar, guarderías, digitalización e internet gratuito en zonas marginales y rurales, etc?
Estoy hablando de mantener y potenciar programas de protección y asistencia social. No a través de un Estado que tiene como prioridad velar por una clase privilegiada de burócratas dorados. Se trata de un Estado social manejado técnicamente, bajo modelos de gobernanza y transparencia, y concentrado en el logro de resultados.
A pesar de que estos desafíos son urgentes y prioritarios, no hay que descartar la visión de largo plazo. En esa perspectiva posiblemente los problemas de hoy podrían verse no como irresolubles sino superables.