La noticia suscitó escalofrío. Seis personas privadas de libertad aparecieron ahorcadas en diferentes celdas.
El hecho ocurrió en la cárcel de Turi, localidad muy próxima a Cuenca. La violencia ha sido constante en este centro penitenciario.
El episodio truculento hizo suponer una muerte colectiva o, por lo menos, con perpetradores conectados y motivaciones parecidas.
La autoridad se dispuso a determinar el modo en que los detenidos perdieron la vida. No descartaron, al principio, el suicidio. No era probable, en realidad, un hecho sincronizado con tales implicaciones.
Las muertes provocaron alerta en los demás internos. Hubo protestas que no llegaron a un motín, pero ellos pedían explicaciones.
Las conjeturas iniciales llevaban a varias teorías de ajuste de cuentas
-¿o podría ser una amenaza al colectivo carcelario?-; medición de fuerzas entre bandas internas, muchas con peligrosas conexiones en la calle.
La autoría de varios de los sucesos
cruentos de los últimos tiempos se atribuye presuntamente a mafias delictivas bien organizadas que operan en centros penitenciarios del país.
El año pasado, la crisis incluyó toma de prisiones, actos violentos y destructivos que llevaron al Gobierno a decretar una emergencia.Entonces se produjeron 14 muertes en centros penitenciarios de Guayaquil, Latacunga y Cuenca.
Los decretos de esta naturaleza tienen vida limitada. El control interno y externo no se pudo extender por más tiempo y la sociedad teme que las medidas no hayan alcanzado para que las fuerzas del orden hayan puesto las cosas en su lugar.
La calidad de la comida, la seguridad, el tráfico de armas -recién se hizo una requisa en Turi-, el comercio y hasta el uso clandestino de celulares son algunos de los problemas.
El hacinamiento es una deuda pendiente que el Estado ecuatoriano tiene con la población carcelaria, cuya situación en materia de derechos humanos deja que desear.
Esta muerte por ahorcamiento es otra mancha a un tigre peligroso, y recuerda un problema sin resolver.