Un mes ha pasado desde que se abrió una pausa a la violencia que vivió el país las dos primeras semanas de octubre. Las heridas no se han curado y dejaron una huella honda, una polarización y pocas lecciones.
La toma de Quito, el bloqueo de carreteras, la pérdida de la producción y destrucción de bienes públicos (lo más decidor: la Contraloría) y privados, no tienen parangón.
El precio de vidas humanas y las varias centenas de heridos es la factura más dura que pagó todo el país.
La intolerancia y la violencia se enseñorearon en muchos lugares y el vandalismo hizo su siniestra aparición. Los dirigentes indígenas han querido deslindar la violencia de su movimiento y señalan al correísmo como su único artífice.
Mientras el fantasma del intento de golpe de Estado no se aclara, el camino del diálogo instalado la noche del 13 de octubre apenas llegó a la derogatoria del decreto 883.
El Gobierno y la dirigencia indígena jamás se volvieron a sentar para alcanzar acuerdos y buscar salidas como una posible focalización del subsidio. Por el contrario, la Conaie plantea un plan de gobierno pues considera que el tema económico es una mínima parte de sus aspiraciones. Como debe ocurrir en democracia, deben ganar las elecciones, conforme ya lo plantean las cabezas visibles de las marchas y protestas.
Pero lo que deja esta etapa de duro aprendizaje es que aquel camino del diálogo para alcanzar acuerdos no se transita. Parecía apenas lógico que antes de tomar medidas fuertes como la liberación de combustibles, con innegables beneficios para el erario nacional pero con impactos en la economía y lo social, el tema hubiera sido tratado y asimilado en las mesas nacionales, pero no fue así.
Otra experiencia fallida se da en torno al proyecto de ley económica urgente que hasta anoche no lograba consensos; su tratamiento en la Asamblea desnuda la ausencia de diálogos fecundos y acuerdos posibles. Otra muestra más de la falta de pulso político y los bloqueos que atraviesa nuestra democracia. Y con una economía que no espera más.