A juzgar por el número de candidatos que se han presentado para las próximas elecciones, la política ha dejado de ser la actividad exclusivamente humana que nos permite dar una forma determinada a nuestra vida social, y se ha convertido en una profesión rentable. Por muy burdo que parezca este cambio, tenemos que admitir que es una realidad, una penosa realidad que debe sumarse a los demás legados que nos dejó el régimen pasado.
En efecto, cuando es tomada en serio, la vida política tiende a canalizarse a través de los partidos, que son organizaciones fundadas sobre una determinada concepción de la sociedad, el estado y el individuo. De las relaciones que existen entre ellos surge todo un sistema de derechos y obligaciones que adquiere distinta fisonomía según los criterios propios de cada partido. La lucha política es, por lo tanto, lucha de ideas: no se trata de obtener ventajas particulares, sino de alcanzar el predominio de las propias concepciones.
Pero los populismos tienden siempre a la destrucción de los partidos.
Lo hizo, por ejemplo, Velasco Ibarra, que se negó a que sus propios partidarios formaran un partido, y el régimen anterior no se ha quedado atrás. Su signo fue la división: dividió a los gremios de maestros y de trabajadores, dividió a los estudiantes, dividió a las Fuerzas Armadas, dividió a la Iglesia, dividió incluso a las familias. ¿Por qué no iba a dividir a los partidos? Más todavía: los pulverizó y se negó a tener uno propio.
Nuestra política dejó de girar en torno a los viejos estandartes del liberalismo y el socialismo, la socialdemocracia y la democracia cristiana, porque en su lugar apareció una multitud de movimientos que enarbolan declaraciones de “principios” que se calcan unos a otros, repiten muletillas y carecen de vínculos con el pensamiento y con la historia: su fundamento es solamente la simpatía de algún galán de barrio, pateador de pelota o personaje de farándula. Todos sabemos, sin embargo, que aquello no es más que una fachada: es imposible no sentir la hediondez del dinero que circula detrás de algunos escenarios. Por lo demás, el objetivo dejó de ser aquel noble intento de dar a la vida social una forma determinada, considerada como la mejor y la más justa.
No. Para algunos, el objetivo es amasar una fortuna en el plazo del mandato que la ley asigna a la función apetecida.
No quiero generalizar, sin embargo. Hay entre los candidatos muchas personas que, a mi juicio, están por encima de toda sospecha. Dos de ellos, por ejemplo, fueron mis alumnos y estoy orgulloso de lo que son, aunque no comparto sus ideas.
Hay también un ex colega en una escuela universitaria, de cuyo patriotismo nadie podrá dudar. Hay muchas personas de sólidas ideas y limpias intenciones… ¿y los demás? Da gana de pensar que la leyenda de Mariana de Jesús no fue solamente una leyenda…