La situación del país y de este perro mundo en el que vivimos me ha hecho pensar en la necesidad de repensar la globalización. Siento que cada día se profanan más lugares sagrados y no me refiero especialmente a las iglesias, sino a esos espacios democráticos e incluyentes que nos hacen humanos.
La corrupción y los escándalos que nos envuelven (cada día aparece una empresa fantasma, un diezmo y una primicia) son profanaciones que no deberían de existir. El tema nos afecta a todos. La globalización diluye fronteras comerciales al tiempo que refuerza fronteras sociales a golpe de alambradas, muros y gases lacrimógenos.
A estas alturas el recuerdo de McLuhan y su “aldea global” me suena a chino. Puede que vivamos ya en una aldea global financiera, comercial, tecnológica o informativa, pero no vivimos en la aldea de la ciudadanía, la solidaridad y la inclusión. Somos consumidores globales, pero no ciudadanos globales. Ironías de la vida: con un clic del ratón podemos comprar lo que queramos en las antípodas del planeta, pero no podemos instalar nuestro hogar del otro lado de la verja de Tijuana.
Leyendo la Laudato Si (este Papa es un pillín ¡y qué razón tiene!) te das cuenta de que unos quieren convertir el mundo en un supermercado global y otros desean convertirlo en una casa común habitable para todos (en especial para los más vulnerables), respetuosa con el medio ambiente y atenta a las necesidades de las generaciones venideras. Ahora en todas las conferencias se habla de globalización, lo cual me causa un cierto fastidio, pues habría que hablar de “globalizaciones” no necesariamente convergentes. La globalización economicista poco tiene que ver con la globalización humanitaria. Y mucho manos, ¡bendito cristianismo!, con la globalización de la compasión.
Creo que el gran desafío de nuestro siglo será cómo armonizar cosas tan diferentes y, muchas veces, tan contradictorias. Por supuesto que no hay humanización posible sin desarrollo económico, pero, al mismo tiempo, hay que afirmar y cuidar la centralidad de la persona sobre todas las cosas. Mientras mande el dinero y todo se someta al beneficio seguiremos desubicados. La economía no es más que una herramienta para administrar la casa (oikos-nomo), pero se ha ido convirtiendo en un arma peligrosa al servicio de un neoliberalismo que nada sabe de hogares.
No hace mucho, visitando a familias afectadas por el terremoto de Manabí, un funcionario del Gobierno me dijo que la situación respondía a una auténtica “emergencia habitacional”. ¡Toma castaña! ¿Será este el lenguaje políticamente correcto de un depredador? Los seres humanos, sus familias, sus hogares no tienen precio, tienen valor, salvo que los cainitas de guante blanco, los que siguen enviando los dineros mal habidos a Panamá, sigan poniéndole precio a los pobres.