Traslado fúnebre en Quito en 1956 (Foto Luis Pacheco. Archivo Rafael Racines Cuesta)
Fue a mediados del siglo XIX, poco antes de la creación del Cementerio de San Diego, cuando apareció la costumbre de colocar un cadáver en un ataúd o féretro; la misma que con el tiempo cobraría fuerza entre los habitantes de la ciudad, puesto que durante la Colonia el cuerpo únicamente era amortajado y envuelto antes de ser sepultado ya sea en tierra o en un nicho.
En un principio eran unas cuantas tablas clavadas. Posteriormente, tales ataúdes fueron mejorando su aspecto y acabado, llegando incluso a ser forrados en su parte interior con telas que, dependiendo de la calidad y costo, podían ser lienzos asedados o randas. Los colores asimismo fueron diversos: blancos, grises y negros en función de la edad; aunque también se confeccionaron cafés, verdes y morados, algunos aterciopelados.
Si el fallecido había pertenecido a una familia socioeconómicamente acomodada, o fue un militar o religioso de renombre, o un sujeto importante en la política, por lo general tenía un entierro de primera. Si fue un funcionario público, un militar de mediana graduación, un comerciante con algo de dinero, o si había pertenecido a lo que se conocía como ‘clase media’, tenía un entierro de segunda.
Y si el occiso era del ‘estado llano’ o la entonces denominada ‘clase baja’, tenía un entierro de tercera; procurando que, en cualquier caso, el difunto fuera vestido con sus mejores ropas, si las tenía.
Se debían realizar los responsos para el difunto para recomendar su espíritu a Dios: consistían en un Padrenuestro y una oración o plegaria, que costaban un real cada uno, allá por la década de 1860.
Si los responsos no eran cantados sino hablados, ya sea en la iglesia o en el cementerio, se podían conseguir cuatro de ellos por medio real; aunque por lo general los deudos debían pagar en total veinte pesos por cuatro responsos, una misa cantada y una vigilia, recibiendo el acompañamiento de manera gratuita. Aparte de estos honorarios existían otros que se debían pagar a la Iglesia en estas ocasiones, y eran los llamados fábrica de iglesia, que servían para pagar al organista y los cantores, para barrer la iglesia, comprar cera, vino y otros objetos para la ceremonia religiosa.
Estos costaban un peso y medio para los entierros de primera clase, un peso para los de segunda, y cuatro reales para los de tercera clase.
Si el difunto era un niño, era vestido con ropas blancas y colocado en un ataúd de igual color. Si era menor de 10 años, el cura cobraba seis pesos por entierro de primera clase, tres pesos si era de segunda, y un peso si era de tercera. Estos honorarios eran independientes del lugar de entierro.
Durante el último tercio del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, y en virtud de que Quito era muy pequeño, la información de un deceso se realizaba directamente, enviando un mensajero a los familiares y amigos más allegados, quienes luego se encargarían de regar la noticia por casi toda la ciudad. Poco a poco se fue adoptando la costumbre de enviar una nota escrita o de publicarlo en los primeros periódicos de la ciudad.
En ambos casos, el deprimente tañido de las campanas parroquiales confirmaba la triste noticia.
Acto seguido se contrataban los servicios de alguno de los carpinteros especializados en construir los primeros ataúdes en Quito y, años más tarde, los servicios de la Agencia Fúnebre Puente -pionera en su género- y de la Sociedad Funeraria Nacional. La primera fue fundada por Wenceslao Puente Arboleda hacia 1880, e inicialmente estuvo ubicada en las calles Chile y Cuenca, cerca de la plazoleta de La Merced. Brindaba servicios de primera, segunda y tercera, y poseía hermosos coches mortuorios que eran tirados por corceles adornados que eran exhibidos en la plazoleta.
El negocio fue heredado por su hijo Rafael Puente Rodríguez y posteriormente manejado por su medio hermano Wenceslao Puente Astudillo, y la funeraria trasladada a un local de la calle Espejo, junto al Teatro Bolívar.
Esas agencias, así como otras que aparecieron después, transformaban con celeridad la casa donde se haría el velorio. Según el costumbrista Armando Pesantes, “una grande y espesa cortina negra era colgada del dintel de la puerta de calle para anunciar el lúgubre suceso y como todas las residencias eran similares, el clásico zaguán lucía forrado de bayeta del mismo color.
La capilla ardiente se erigía en el salón principal, previamente despojado de adornos mundanos y redecorado con los consabidos colgajos y alfombras de tétrica coloración, los mismos que, transportados, traídos y llevados de aquí para allá hervían de irreverentes y traviesas pulgas que hacían su agosto en cualquier mes del año”. Las paredes quedaban destrozadas, pues “grandes clavos eran introducidos en los muros para fijar colgaduras y coronas de olor característico ‘a velorio’ en el pronto sofocante ambiente. Al centro de la sala, rodeado de cirios encendidos y humeantes que tiznaban el cielo raso, el ataúd forrado de peluche encerraba los tristes despojos que recibían el homenaje de deudos y visitantes, todos ataviados de sólido color azabache”.
La costumbre de vestir de negro en el mundo occidental es muy antigua, pues desde tiempos de los romanos se vestía la toga pulla hecha de lana de color oscuro durante el luto. Tal color evidencia un sentimiento de pena y duelo ante el fallecimiento de un ser querido, así como respeto al difunto; aunque desde una perspectiva antropológica sugiera temor a la muerte y, por extensión, al espíritu del difunto, el cual podrían ingresar al cuerpo de los vivos y poseerlos.
En tal sentido, había que disfrazarse de espíritu -vistiendo de negro- para evitar ser reconocido por los espíritus reales, incluido el del recién fallecido.
Por su parte, la viuda debía cubrirse la cara con un velo, para ocultarse de aquel espíritu merodeador del difunto marido; debiendo llevar un riguroso luto a veces durante toda su vida -según el Almanaque Bristol- o por muchos años -si antes no contraía nuevas nupcias-, lo cual era vigilado estrictamente por las beatas de la sociedad quiteña de entonces.
Los padres e hijos del muerto debían llevar el luto por diez años; los hermanos, por cinco; y los tíos o primos, por dos años. Tomando en cuenta que las familias de aquel entonces eran extensas y necesariamente sufrían constantes bajas, éstas “vivían prácticamente uniformadas de negro, pues ni bien pensaban en salir de un luto caían en otro”.
Si ello no ocurría, luego de un tiempo y cicatrizadas las heridas del alma, los enlutados pasaban a un ‘medio luto’ de transición; que incluía colores grises y plomos entre los hombres, así como lilas, violáceos e incluso blancos entre las mujeres. Les estaba vedado a los familiares del extinto ir a fiestas, tocar música, bailar, ir al cine (cuando éste apareció en la década de 1920) y otras actividades mundanas, pues significaban profanar la memoria del difunto.
Una vez colocado el cuerpo del difunto en su respectivo ataúd en el salón principal -cuando lo había- o en cualquier otro lado de la casa, era velado durante dos o tres días con sus noches; donde se rezaban constantemente el ‘rosario’ -con sus Misterios-, plegarias e interminables letanías.
A partir del siglo XX se popularizó servir algunos ‘canelazos’, galletas, café y cigarrillos a los presentes; y se volvió costumbre contar chismes y ‘cachos’ o chistes para despejar el sueño de la noche. Empero, el velatorio siempre tuvo un gran significado para los deudos, puesto que representa el tiempo donde se solemniza el paso de la vida a la muerte, y el duelo entre la divinidad suprema y el infierno. En dicho velatorio, cada accesorio funerario cumple un significado en el ritual católico. La cruz simboliza el espíritu y la resurrección; la sábana santa (representada ahora en el forro blanco interno del ataúd) significa la pureza; los cirios encarnan la luz y la divinidad; las flores, la vida eterna; y el agua (que era arrojada por el sacerdote sobre el ataúd), la purificación.
Si bien los velorios solían ser muy formales y sobrios, durante el mismo era de ‘buen ver’ que la viuda y los familiares más íntimos protagonizaran escenas y lamentos patéticos y conmovedores, tales como desmayarse, llorar y gritar; acontecimientos muchos de ellos reales o a veces fingidos. En ocasiones, el traslado, iba acompañado de exclamaciones del talante de: “no sean malos, no se lo lleven”, “llévame contigo”, “cómo voy a vivir sin ti”, o “tan bueno que era”.
Terminados los días del velorio, el cuerpo era trasladado al cementerio. Una carroza tirada por caballos lo esperaba en la puerta de la casa del duelo. Si el entierro era de primera, serían ocho los corceles “enfundados en gualdrapas prietas, portadores además de sendos penachos de igual color en las cabezas. Los guiaban otros tantos palafreneros disfrazados de lacayos del siglo XVIII, con tricornio y todo”. Si era un entierro de segunda, eran seis e incluso cuatro los rocines; y si se trataba de un entierro de tercera, solo serían dos desgarbados jamelgos los que tirasen un furgón de madera.
En ciertos casos, cuando se trataba de entierros de primer, el cortejo hacia el camposanto -presidido por la viuda y los familiares más íntimos- era seguido por autoridades y personajes distinguidos, acompañados además por uno (y a veces dos o tres) sacerdotes, un sacristán con incensario y un monaguillo. Dependiendo de la categoría, un grupo de cantores entonaba himnos religiosos, o alguna banda tocaba marchas fúnebres.
Al llegar a la última morada, y luego de algunas oraciones y en ocasiones una misa, el párroco aspergeaba el féretro con agua bendita y pronunciaba la Última Encomendación del alma del difunto. Finalmente, el cadáver era sepultado en tierra o en nicho, acompañado de nuevos lloros, desmayos y adioses. Solo en la tierra, de acuerdo con el rito católico, su alma gozará del cielo, penará en el purgatorio, o sufrirá eternamente en las brasas del averno.
Gran parte de estas costumbres prácticamente han desaparecido a nivel urbano; y solo pueden ser observadas -muy de cuando en cuando- en algunos pueblos aledaños a la capital. Hoy, estas prácticas ceremoniales forman parte de los recuerdos de antaño en torno a la temible muerte, que algún día a todos nos visitará.