La reciente destitución de la presidenta Dilma Rousseff en Brasil es un llamado de atención. Especialmente sobre los riesgos que implica la permanencia prolongada en el poder de un partido sin contar con mecanismos eficientes de rendición de cuentas, que permitan una adecuada y oportuna fiscalización del manejo de los recursos públicos.
Rousseff fue condenada por dictar tres decretos que alteraron los presupuestos sin autorización previa del Congreso, y por atrasos en los depósitos para cubrir proyectos del Gobierno. Según la legislación brasileña, eso configura un delito de responsabilidad, que es castigado con la destitución del cargo, para lo cual estaba facultado el Parlamento.
No obstante, para el gobierno ecuatoriano, así como sus aliados Venezuela y Bolivia, la destitución de Rousseff fue un golpe parlamentario, inconstitucional y antidemocrático. Es notorio como estos regímenes acomodan sus discursos de acuerdo a las circunstancias. En más de una ocasión han defendido el derecho que tienen los estados de tomar decisiones y cuando los han cuestionado por antidemocráticos han exigido el respeto a su soberanía. No es gratuito que el canciller brasileño José Serra sostenga que “Bolivia y Ecuador podrían aprender a hacer democracia con lo que ha pasado en Brasil”. En democracias maduras los parlamentos son un contrapeso necesario, evitan los excesos del Ejecutivo. Lo fiscalizan. En Brasil, el Partido de los Trabajadores gobernó cerca de 13 años: hoy ese país atraviesa una severa crisis, agravada por la
corrupción rampante.
En estos últimos nueve años, la Asamblea ha sido controlada por el oficialismo, que ganó de forma contundente varias elecciones. Si bien esta mayoría le dio gobernabilidad al proyecto de Alianza País, no ha podido tomar distancia para fiscalizar a sus funcionarios. Y los casos de corrupción, denunciados especialmente por los medios de comunicación, tan atacados por el Régimen, han sido sistemáticos.