Ileana Almeida
Se está presentando en Centro de Arte Contemporáneo de Quito una obra de excepcional valor literario y teatral. Se trata de la adaptación de una pieza perfomática, Descripción de un cuadro, del renombrado dramaturgo alemán Henier Müller (1929-1995). Es el resultado de la labor investigativa y creativa del taller experimental de la Escuela de Teatro de la Universidad Central. La dirección y puesta en escena corre a cargo de la profesora Madeleine Loayza. La obra es compleja y plantea mensajes filosóficos y estéticos profundos.
El texto original es una versión innovadora del esquema del mundo. Todo comienza con la imagen casi idílica de cierto paisaje sumido en una luz que destella. El sol, siempre presente, mira con su único ojo a los actores y objetos que representan un proceso de destrucción y creación continuo. El hombre y la mujer, a intervalos propios del convencionalismo teatral, se transforman de victimario en víctima. El amor aparece como una tragedia aniquiladora. La muerte, como la totalidad de la devastación. Los actores son absorbidos por el caos lodoso y oscuro, más parecido a la sangre que a la tierra. La tormenta se cierne inmóvil, aúlla desde el horizonte y ruge en el interior de los figurantes; implica una metáfora de algo ciego, brutal, sin destino ni lugar.
Los objetos adquieren una paradójica naturaleza cambiante: la mesa se vuelve lecho obsceno. La botella intocada del vino pasa a significar la pureza de la mujer violentada. El árbol sin hojas, que se expone constantemente por medio de proyecciones fotográficas, constituye una parábola de la existencia atormentada de los personajes. Los pájaros se entienden, lo mismo que el ángel, como signos alejados de la conciencia humana: la única posibilidad de una vida libre. Los marcos de los cuadros, incapaces de encerrar la movilidad de lo inmóvil, se hallan esparcidos por el suelo; tienen distintos tamaños y recuerdan que son el soporte material de la obra y sirven como ventanas para espiar el horror o para brindar de la botella recién abierta con los atónitos espectadores. La naranja que el hombre devora con fruición deviene en fruta madura que sacia el deseo masculino. El cuchillo plantea una pregunta cuya respuesta la va encontrando el público a medida que se desarrolla la acción: hay que entenderlo como un símbolo fálico, pero es también un arma amenazante y destructora.
En la obra se introduce un tercer elemento que refuerza el convencionalismo escénico del personaje femenino: no es otro que el testigo -ciego, mudo y sordo- de lo que ocurre en el escenario compartido por el público y los actores. El cuadro al que alude el título de la pieza no tiene una existencia real ni en texto de Müller ni en la puesta en escena del grupo universitario, pero los espectadores perciben imágenes claras de él: el intento del dramaturgo de pintar en el vacío.