Las bombas asesinas del grupo terrorista auto denominado Estado Islámico (EI) sacudieron con fuerza a la conciencia civilizada del planeta.
31 personas murieron y otras 270 permanecen heridas, entre ellas un ecuatoriano que se encuentra grave.
Una vez más el objetivo de los atentados terroristas se cumplió: causar pánico general y aumentar el recelo y la odiosidad. Y no solo en la lastimada Bruselas, sino en las ciudades europeas cuyos gobiernos han hecho frente común a una guerra anacrónica y particularmente sanguinaria que se libra en el campo militar en Iraq y Siria, y en el ámbito del terror en cualquier punto de Occidente y Oriente Próximo.
Es toda una ironía que después de los atentados en Nueva York, Madrid y Londres, y luego del reciente de París -tras el cual, hace un año, el mundo volvió a llorar de dolor-, las reforzadas medidas de seguridad muestren flaquezas y vulnerabilidad.
Irónico es también que uno de los terroristas suicidas que atacaron Bruselas con sus cuerpos convertidos en bombas ambulantes, haya sido detenido en Turquía, deportado a su país (Bélgica) y después liberado por falta de pruebas sobre las presunciones.
El dolor que la humanidad sufre traerá miedo e incertidumbre en cada plaza, estación o sitio público. La protección a los viajeros será cada vez más estricta.
EE.UU. perseguirá a los responsables de esta guerra disfrazada en la religión. La gente sigue los hechos, perpleja.