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Durante cincuenta años me he definido como un ciudadano de izquierda. Más precisamente: como un intelectual de izquierda. No obstante, nunca tomé la decisión de afiliarme a ningún partido político, ni siquiera a los de izquierda, lo cual incluye a los tradicionales y ortodoxos tanto como a los disidentes de distintos matices. Desde hace tiempo, sé que tales matices se han multiplicado de tal modo que ya es imposible hablar de la izquierda: para ser más exacto, al abordar este espinoso tema sé que tengo que hablar siempre en plural.
Diversos acontecimientos (de cuyos pormenores no me interesa hablar porque lo mío no es comentar detalles pasajeros ni circunstancias singulares) me han llevado sin embargo a preguntarme qué significa actualmente esa izquierda con cuyos principios me sentí siempre identificado. ¿Debo pensar en la izquierda bajo la forma del “infantilismo” que se le atribuye cuando está en la oposición, o mejor en la forma remozada y “moderna” que es propia de los sectores aliados del Régimen actual? ¿Qué fundamento existe para distinguir la una de la otra, o es que la distancia que se ha abierto entre ambas obedece solamente a la ruleta de las oportunidades? ¿Qué significa, al fin y al cabo, la izquierda en nuestros días?
No creo que definir la izquierda como la tendencia que se opone al capitalismo, siendo correcta como es, pueda ser la mejor definición. Creo que es mejor definirla en términos positivos, como la tendencia que se esfuerza por reivindicar los valores del ser humano y de la vida frente al imperio del mercado que ha llegado a dominarnos. En el fondo de la contraposición entre estas dos definiciones (que en rigor no son sino el anverso y el reverso de una misma idea), se encuentra la contradicción esencial del sistema vigente en la economía mundial y en la política, es decir, la que se produce entre los valores de uso y las simples mercancías. Defender a estas últimas significa estar en la derecha, cualesquiera que sean sus denominaciones circunstanciales; apostar por los valores de uso, optar por el mundo de la vida, significa estar en la izquierda, por mucho que se guarde distancia de las organizaciones partidarias, cualquiera que sea su figura: ocurre que a partir de 1989 todas esas figuras perdieron su sentido, como lo perdió también el mito de la revolución inevitable –ese que parece buscar la manera de sobrevivirse a sí mismo en las proclamas que anuncian la creación de un mundo nuevo con el auxilio de la técnica como panacea infalible.
Es necesario, por lo tanto, pensar la política en otros términos. Es preciso entender que el estatismo, el culto al conocimiento bajo la clave tecnológica, la formación de rebaños clientelares y el abuso de la propaganda que aturde y obnubila la conciencia, pertenecen al pasado tanto o más que los supuestos infantilismos ortodoxos. Es necesario encontrar otro lenguaje en el cual los seres humanos podamos reconocernos mutuamente para celebrar la vida.