Quito navega entre aguas revueltas hacia la elección de un nuevo alcalde y también hacia algo que la opinión pública conoce menos pero es igual de crucial: el nuevo arzobispo.
Crucial, por supuesto para los católicos (que conforman la mayoría de la población quiteña) pero también para toda la sociedad de la capital e incluso del Ecuador por la importancia que a lo largo de toda la historia ha tenido el arzobispo quiteño como guía y referente del país entero.
De lo que se sabe en círculos eclesiásticos (nada es oficial) ya “se han caído” tres ternas enviadas a la Santa Sede por los nuncios apostólicos acreditados en el país. A la primera, mandada por el tristemente célebre nuncio Otonello, se la descartó porque estaba cerca su cambio en la nunciatura. Los candidatos de las otras dos, producto del nuevo nuncio, Mons. Carrascosa, que actúa desde septiembre, tuvieron diversas objeciones.
Esta situación preocupa pues el actual arzobispo, Mons. Fausto Trávez, franciscano, renunció por límite de edad en 2016, y ha continuado en el cargo en una suerte de “funciones prorrogadas” como se diría en el ámbito civil, puesto que la Santa Sede no ha aceptado su renuncia hasta no tener su reemplazo.
El actual nuncio dijo en diversas reuniones en las semanas siguientes a su llegada que él haría una consulta (al clero, religiosas y laicado) para establecer qué perfil se requería para el arzobispo de Quito y luego qué personas podrían llenar ese perfil. Con esos insumos, él decidiría la terna y la enviaría a Roma.
Yo no he sido consultado, ni más faltara, pero si me preguntasen, yo diría que el perfil para un arzobispo de Quito en la hora actual es mucho más el de un pastor que el de un académico. Alguien que pueda mantener el contacto con el clero diocesano sin interferencias y sepa entusiasmarle con su misión, generando acciones concretas para llegar sobre todo a los más pobres, a esas periferias de que habla Francisco, sin dejar de atender a las otras clases sociales. Un arzobispo que, como dijo el Papa en noviembre, sea “servidor y no príncipe”, “sensato, justo, santo, dueño de sí mismo, fiel a la Palabra” y, por supuesto, “irreprochable”. Por eso, en una tercera terna tendrían que estar verdaderos pastores, que además acepten los cambios promovidos por Francisco y no académicos que ven al propio Papa como un advenedizo y quisieran retornar a períodos de una conducción más principesca u “ortodoxa”. Así como Quito requiere de un líder en lo civil para volver a tener un proyecto de ciudad, también en lo eclesiástico ansía quien sepa poner de nuevo a la arquidiócesis como guía de las diócesis del Ecuador (todas nacieron de ella), poseedor de una palabra que no tiemble frente a los acontecimientos públicos y que, sobre todo, construya una iglesia “en camino”, con la gente.