Ver que, bajo el ataque furioso de las llamas, el pináculo de la catedral de Nuestra Señora de París se rompía y desplomaba nos partió el corazón a cientos de miles, quizás a millones, alrededor del mundo. A todos nos ahogaron las ominosas columnas de humo y sollozamos al ver las vigas del techo convertidas en tizones que, como costillas de un crucifijo colocado sobre la Isla de la Cité, refulgían contra el cielo enrojecido del crepúsculo.
Las imágenes de la hecatombe se replicaron en millones de teléfonos celulares del mundo y nos llegaron, repetidas, insistentes, en todos los grupos de guasap. Provenían, a su vez, de esos miles de parisinos que, testigos de primera fila en su ciudad, hacían, entre suspiros, fotos y videos del desastre. Como dijo Rachel Donadio, de The Atlantic, “construida en la era del Gótico, Notre Dame se destruía en la era de las redes sociales”.
¿Cómo puede estar incendiándose?, pensaba yo, desolado y rabioso. ¿Cómo puede caer presa de las llamas una catedral que en 2013 conmemoró sus 850 años, que sobrevivió a las plagas, a las guerras de religión, a la destrucción deliberada de la Revolución Francesa, al odio de los nazis y a los bombardeos indiscriminados de la Segunda Guerra?
¡Notre Dame, corazón de París, lugar amado del culto católico, símbolo excelso de Francia y de la propia conciencia cultural europea, kilómetro cero de todas las carreteras francesas, origen de la primera universidad del mundo, escenario de la coronación de Napoleón, sitio de novelas y de leyendas, resiste!, era mi oración.
Mientras los bomberos lanzaban sus potentes arcos de agua, recordé con mi mujer la primera vez que vimos esa maravillosa iglesia: la tarde de un domingo de febrero de 1972. Acabábamos de llegar por tren a París y nos apresuramos para alcanzar a ver Notre Dame con luz del día. Frente a su sin par fachada nos enteramos que a las cinco se iniciaba un concierto de órgano interpretado por Pierre Cochereau, el organista titular. Entramos y, para nuestra sorpresa, en la inmensa catedral no quedaba ni un sitio libre. No nos importó sentarnos en el suelo, como lo hacían otros jóvenes. Ese día gozamos de una de las experiencias estéticas más intensas de nuestras vidas: 47 años después no olvidamos la reverberación de las notas del coral de César Frank y del preludio y fuga de Franz Listz que, desgajándose de los 8 000 tubos del órgano, lamían las ojivas y bajaban a nosotros mientras la azulada luz de los vitrales se iba apagando en ese temprano crepúsculo de invierno.
Que la tragedia haya ocurrido al iniciarse Semana Santa me hace pensar en la liturgia de estos días. Sé que Notre Dame resucitará y aunque, como Cristo, lleve en su cuerpo las heridas del pasado, estas quedarán transfiguradas y serán parte de la gloria futura de este sublime monumento.