Pese al escepticismo del presidente brasileño, en lugares como Copacabana la gente usó cubrebocas. Foto: EFE
La pandemia provocada por el covid-19 logró que, en 10 meses, la mascarilla pase de ser un objeto de uso eventual y focalizado y se convierta en una prenda de uso masivo y esencial para la vida cotidiana. Esta es la primera vez, en la historia contemporánea, que un accesorio que cubre una parte del cuerpo se vuelve indispensable para la sobrevivencia de millones de personas.
Su uso generalizado -obligatorio en algunos países- ha roto con varios paradigmas sociales. La mascarilla es la primera prenda cuyo uso no ha sido impulsado por la industria de la moda, sino por la comunidad científica. La institución que alertó sobre la importancia de su uso fue la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Al principio, la OMS recomendó la mascarilla solo para el uso médico, pero a medida que la crisis sanitaria se fue extendiendo por el planeta, los científicos la posicionaron, junto al distanciamiento social y el lavado de manos, como una forma efectiva -antes de que aparezcan las vacunas-, para evitar que las personas infectadas propaguen el virus.
Otro de los paradigmas que se ha derrumbado con el uso masivo del cubrebocas tiene que ver con la idea que había en Occidente sobre el enmascaramiento en Oriente. Antes de la pandemia se veía con recelo y hasta con asombro que en sociedades como la japonesa, la coreana o la china su uso esté normalizado y sea popular, incluso, entre los jóvenes.
Byung-Chul Han, filósofo de origen surcoreano, señaló que en el fondo de esta visión impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta. “Los únicos que van enmascarados son los criminales”. A este argumento habría que añadir que en el mundo andino cubrirse el rostro o una de sus partes siempre ha estado más vinculado a la ritualidad de las fiestas que a un uso cotidiano.
En una entrevista para la BBC Mundo, Mitsutoshi Horri, sociólogo de la Universidad Shumei de Japón, explicó que en su país, desde antes de la pandemia, cuando alguien estaba enfermo, por respeto a los demás, usaba barbijo. “No solo es una práctica colectiva desinteresada, sino un ritual autoprotector del riesgo”.
Asimismo, el uso global de esta prenda trascendió a espacios impensados como el de la política. Si antes de la pandemia se hablaba de conservadores o liberales, de pensamientos de izquierda o de derecha, o de estadistas y dictadores, ahora se habla de los gobernantes que apoyan y promueven el uso de la mascarilla y de los que la rechazan.
El caso más evidente de esta nueva lucha dicotómica estuvo protagonizado por los dos candidatos a la Presidencia de Estados Unidos. Una de las imágenes icónicas sobre este debate es la que protagonizó Donald Trump el pasado 5 de octubre. A los pocos días de haber sido diagnosticado con covid-19, el mandatario descendió del helicóptero presidencial Marine One usando una mascarilla, que, de manera temeraria, se quitó al llegar al ala sur de la Casa Blanca.
La importancia del uso de esta prenda y la forma en la que se ha colado en el imaginario de la sociedad también ha tenido eco en el mundo del arte. En julio, Banksy, el artista urbano más mediático de esta época, se subió en el metro de Londres para concienciar sobre el uso de las mascarillas. Entre las imágenes que pintó están un puñado de ratas, una de ellas haciendo parapente con un cubreboca y otra atrapada en el interior de una de mascarilla quirúrgica.
Después de que las vacunas se comiencen a distribuir, a escala mundial, habrá que esperar para ver si el uso de esta prenda se vuelve menos frecuente en Occidente o, al contrario, como señaló el profesor Horri, se convierte en un símbolo del respeto que las personas tienen por la vida de los demás, sobre todo, al momento de compartir algún espacio público. Mientras tanto, uno de los retos que tienen los gobiernos es lograr que la mascarilla sea, en la práctica, una prenda de acceso universal.