Ciudadanos con mascarillas y trajes recorren las calles del Centro de Quito, en agosto. Foto: Vicente Costales / EL COMERCIO
Este año, al mundo le tocó vivir un déjà vu con el nuevo coronavirus. El parecido no es tanto con la famosa gripe española, que hace cien años mató a 20 millones de personas, sino con la irrupción del VIH/sida, a inicios de los años 80.
La pandemia del VIH/sida fue la primera que recibió una cobertura mediática a escala global, y también fue la primera a la que se enfrentó una humanidad avanzada tecnológicamente, que ya había llegado a la Luna y se aprestaba a una revolución con el Internet.
De alguna manera, sentimos y vemos lo mismo con el covid-19. La discriminación social a los contagiados. La muerte de personalidades, que ponen un rostro que impacta y conmueve, antes Freddie Mercury y Anthony Perkins, hoy Lucía Bosé, Luis Eduardo Aute y Luis Sepúlveda. Leyendas sin base científica que difunden curas milagrosas. La desesperada carrera por una cura, una vacuna o un tratamiento.
Pero, sobre todo, está el miedo a contagiarse por el enemigo invisible, que se cuela en el cuerpo con la velocidad de un carterista y espera discretamente para hacer daño.
Es verdad que la humanidad ya había tomado conciencia de la posibilidad de su extinción en la Guerra Fría y el inminente intercambio de misiles nucleares. El avance de los efectos del cambio climático también puso a reflexionar sobre la minuciosa desaparición de los recursos que pueden sostener a la humanidad.
Pero ambos, la guerra y las acciones en contra de la naturaleza, son fenómenos que tienen un mismo remedio, el cual es en esencia un acuerdo entre los propios Homo sapiens. Puede ser, por ejemplo, una “ética planetaria”, como propone el investigador mexicano Víctor M. Toledo, o una “bio-política” global, como sugiere el ecologista español Francisco Garrido Peña.
El virus requiere algo más que un acuerdo civilizado. Las pandemias son devastadoras porque diseminan el pesimismo mientras arrasan con las vidas. Se puede huir de una guerra cruzando la frontera, pero para huir de los virus, sobre todo de este nuevo coronavirus que nos azota, no sirve tomar un avión o un barco. Lo único que funciona es evitar el contacto con otros y renunciar a eventos sociales e intelectuales que nos hacen humanos.
El pesimismo también es impulsado por la destrucción de la economía, causada por la disminución de los contactos. Este año hemos visto actividades y sectores enteros -cultivados con años de desvelos y aportes intelectuales y financieros- desmoronarse. Es verdad que el cambio es inevitable, pero nunca vimos caer tantos castillos de golpe.
Por eso, la palabra ‘pandemia’, que quiere decir expansión mundial de una enfermedad, esta vez también conlleva toda una carga semántica relacionada con el caos que causa la peste. Cuando la OMS anunció, el 11 de marzo, que el covid-19 debía considerarse una pandemia, no solo estábamos a las puertas de una tragedia médica sino de una que amenazaba nuestro modo de vida.
En esta y en las siguientes páginas, están desarrollados algunos efectos inmediatos de la pandemia en nuestras costumbres, sobre todo en Occidente, donde era impensable una prenda que cubriera la boca, celebrar torneos deportivos sin público o apelar a una educación virtual masiva.
Si tomamos como referencia la historia de las pandemias, la humanidad solo pudo sobrevivir gracias a los cambios. La del VIH/sida transformó los hábitos sanitarios, sexuales e inclusoel consumo de drogas.
El SARS-CoV que afectó a China en el 2002 ya causó que se impulsara el comercio electrónico para evitar el contacto. Los centros comerciales fueron reemplazados por plataformas como Alibaba y otras.
Es probable que a lo largo del 2021 seamos testigos de los cambios permanentes que el covid-19 habrá generado en la cultura y la economía. Se verá si celebramos un gol abrazados con un desconocido o si regresamos a una sala de cine. Se verá si dejamos de temer.