Cristóbal Zapata, en la terraza de la Casa de La Lira, ubicada en el barrio El Vado en Cuenca, un espacio que el escritor ha visitado de manera frecuente a lo largo de su vida. Foto: Xavier Caivinagua/PARA EL COMERCIO
Las periferias son mundos geográficos o mentales, que en los últimos años han quedado relegados de los debates sociales pero que de tanto en tanto aparecen en la literatura. Una de esas últimas apariciones tuvo lugar en ‘Lecciones de abismo’, el nuevo libro del escritor cuencano Cristóbal Zapata, quien en esta entrevista reflexiona sobre lo periférico en el mundo social y en el mundo del arte y las letras.
Cuando escucha la palabra periferia, ¿qué es lo primero en que piensa?
Pienso en una especie de paisaje un poco abandonado, por momentos casi inhóspito que padece de una precariedad histórica, donde no existen las mejores condiciones para desarrollar tu vida. Pienso en un lugar que está a unas distancias insalvables de los grandes centros de producción cultural, algo que en el último tiempo se ha acortado por toda la información a la que se puede acceder a través de Internet.
¿La periferia puede ser vista como un espacio para desarrollar la creatividad?
Sin duda. El sociólogo e historiador francés Fernando Braudel decía que las periferias se desenvuelven o se debaten entre el purgatorio y el infierno. Son como una especie de limbo, con algunas virtudes. Una de ellas es que la temporalidad de los limbos te permite tener una vida más dilatada y reposada; mayor concentración en tu trabajo, vivir de modo más pleno la intimidad familiar y ejercer ciertos tipos de relaciones comunitarias, que en las grandes ciudades se han perdido. Vivir en medio del vacío activa tu imaginación y te hace concebir un mundo paralelo mucho más habitable y parecido al de tus sueños y deseos.
Muchas personas asocian a la periferia con la marginalidad, ¿todo lo periférico es marginal?
No, necesariamente. La marginalidad tiene un componente más electivo. Tu puedes plantearte llevar a cabo un proyecto que discurra por otros canales, circuitos o carreteras que los de la oficialidad o institucionalidad. En cambio, la experiencia de la periferia es algo con lo que convives de modo inevitable, a tu pesar. Nadie elige vivir en la periferia. Es algo con lo que te encuentras y con lo que tienes que saber lidiar.
¿Qué hay de positivo en salir del centro y ver el mundo desde la periferia, desde los bordes?
Las periferias pueden ser unas magníficas atalayas. Miradores estratégicos para observar el centro. Puedes convertirlas en observatorio para indagar en otros territorios, para encontrar sus potencialidades y sus fisuras. Me parece que con todas las carencias que implica habitar la periferia, si sabes desarrollar un proyecto ambicioso puedes redimirte de la condición periférica. Al fin y al cabo, los modelos del centro, aunque no están a la mano, de algún modo están a la vista. La periferia no entraña o justifica desconocimiento. Incluso te exige un poco más y hace que el camino hacia el conocimiento sea más oblicuo.
¿Cuál es el problema más complejo de la relación entre centro y periferia?
El problema en la relación entre el centro y la periferia está en que el centro sigue siendo el espacio de legitimación y de consagración; sobre todo cuando hablamos de procesos literarios o artísticos. Los centros simbólicos siguen siendo los espacios que certifican y proyectan. Como decía una canción de Atahualpa Yupanqui: “las penas son de nosotros y las vaquitas son ajenas”.
¿Cuáles son los discursos periféricos a los que la sociedad debería prestar más atención?
La periferia, como todo espacio o geografía, puede ser un depósito de saberes y conocimientos ancestrales maravillosos. En el caso ecuatoriano, somos depositarios de una memoria muy rica, que cruza la historia desde la época precolombina hasta nuestros días.
¿Cree que la periferia más allá de lo geográfico puede convertirse en el mundo de las posibilidades?
Sin duda es el mundo de las posibilidades. En las periferias, las minorías desarrollan una enorme capacidad para crear ideas o mecanismos de resistencia y de defensa para sobrevivir. Hay que recordar que los primeros cristianos eran un grupo de creyentes que se reunían en las catacumbas y allí en la intimidad de la oscuridad, al resguardo de las leyes y de las normas de la ciudad, empezaron a generar un movimiento que transformó la historia. Me parece un ejemplo magnífico de lo que las minorías en condiciones adversas son capaces de llevar a cabo. Las periferias también son espacios de resistencia donde se readecúan, se reconfiguran y consecuentemente se resignifican todos los discursos que proceden del centro. Nuestros artistas de la Colonia son otro ejemplo. Ellos dieron la vuelta al canon europeo. Esa es otra capacidad de las periferias, la de canibalizar, asimilar, trasformar y devolver un producto nuevo y propio. En la periferia estás obligado a reinventar el mundo. En medio de la nada, la única manera de sobrevivir es erigir algo nuevo.
Pero también hay periferias en los centros, ¿no?
Claro, hace dos años, de modo fortuito, estuve por primera vez en Europa y entendí cuan periféricos somos los ecuatorianos. Visité España y específicamente La Mancha. Al estar ahí me pareció que era parte de un escenario fantasmal. Ahora entiendo que solo desde un lugar como ese, que te produce un sentimiento de abandono y desolación profundo pudo Miguel de Cervantes erigir al Quijote. Allí vivió el vacío extremo, la periferia total.
¿Puede pensar en algo negativo de habitar las periferias?
Pienso en la carencia extrema de lo que extrañas y en la pobreza de nuestra infraestructura cultural. También pienso en el complejo de museos, galerías y editoriales que no tenemos, de los lugares para mirar cine o espectar teatro que nos faltan. Eso creo que nos empobrece como sociedad. No tener mayores alternativas para desarrollar y ejercer de derecho de vivir y gozar el arte, creo que es algo negativo de las periferias.
¿Qué se puede generar desde la periferia que no se pueda producir desde el centro?
Lo interesante de este debate es que en las periferias la gente sabe que tiene que desarrollar mecanismos y estrategias de supervivencia. Cuenca, en ese sentido, es ejemplar. Sabe de su condición de suburbio y de estar en el extrarradio, por eso las instituciones y, a veces las empresas, han tratado de compensar ese déficit histórico generando eventos grandes. Están la Bienal, los encuentros de literatura, los festivales de cine, de poesía y de teatro. Proyectos que han sido, sobre todo, un esfuerzo de la ciudad de reajustar esas carencias, de ese deseo por estar al día. A veces creemos que somos la ‘Atenas del Ecuador’ y del mundo, pero en el fondo somos conscientes que nuestra situación es periférica.
¿Existe una periferia literaria?
Creo que sí. Sin embargo, los países periféricos tienen eventualmente una presencia en el escenario mundial. Hoy le está pasando eso a la literatura ecuatoriana, con las escritoras guayaquileñas o con autores como Javier Vásconez o Leonardo Valencia. Por otro lado están Eliécer Cárdenas o Jorge Velasco Mackenzie. Ellos tienen quién los lea pero no quién los venda y quién los escriba. Es una pena que esas literaturas, involuntariamente marginales, se queden al margen.
¿El arte que se hace en Ecuador sigue en la periferia en relación con la escena mundial?
Creo que han existido avances. Hay nombres específicos que han conquistado espacios importantes. Está Estefanía Peñafiel en París, Óscar Santillán, que es un trotamundos, Manuela Ribadeneira en Londres, o Tomás Ochoa en Colombia. Si miras, es sintomático que todos ellos residan fuera. Acá todo es muy frágil y movedizo, porque no hemos logrado crear una política cultural a largo plazo. Uno de los pocos artistas, no el único, que actúa desde la periferia y que ha logrado conseguir una proyección internacional es Pablo Cardoso.