La novela alegórica de Santiago Páez propone a nómadas y criminales en una ciudad en ruinas. Foto: Archivo.
Todo es posible en los relatos de Santiago Páez. Los juegos de su narrativa propician que las sospechas del lector -pasivo, crítico, cínico, etc.- se resuelvan según una máxima de sumisión: “así mismo ha de ser”. La creación desde la imaginación manda; aunque no pueda obviarse la intencionalidad crítica del autor.
Esa marca ha hecho de ‘Crónicas del Breve Reino’ -por ambición y por logro- una ficción trascendental para el Ecuador de los años recientes. Repito: todo es posible en los relatos de Santiago Páez, incluso la imposible ciudad en ruinas que se narra en ‘Antiguas ceremonias’.
La novela más reciente de Páez da cuenta de una dimensión atópica, en la cual una humanidad devastada es la única vía para no olvidarse del ser humano. Escrita con los modos de lo alegórico, ‘Antiguas ceremonias’ se presta para que la construcción de imágenes domine sobre un ritmo fragmentario y para que el conflicto lo construyan no los personajes, sino los valores, los vicios, las ruindades, los deseos y las emociones que atraviesan nuestro mundo.
En el relato, seres navegantes y ambulantes se guarecen y se observan; hay nómadas y criminales, entre piedras, asociados no por voluntad sino por instinto; son mamíferos que copulan y matan, que padecen hambre y hambrean.
Estos atraviesan una normalidad que es embobamiento y cuando despiertan a la verdad -a alguna verdad-, por las clarividencias del temor, la violencia o la necesidad, intentan comprenderse y comprender ese espacio-tiempo que habitan. “Solamente los humanos somos capaces de hambrearnos por una verdad, por una fe, por una obediencia”, se lee entre las páginas del libro.
No hay razón ni ciencia que sostenga a tales seres, y por eso reaparece el mito y el rito, las ceremonias cotidianas, de crueldad y sangre, que conectan al hombre con los misterios cósmicos. Salvo que ellos, aprendices del catecismo impertinente, ya saben desconfiar de las deidades.
Lo que no han perdido son las relaciones de poder y con ellas se ubican en el mundo, besando fustas, amando por soberbia, temiendo a los diferentes, esperando ofensas, siendo instrumento de crueldades. En esos pasajes, el ser humano no deja de ser humano, así como “no pueden curarse la avidez del lobo, ni la oscuridad de la noche”.
Sobre esos seres que emigran, se asocian, copulan, lactan, comen, mueren, paren, matan a dioses y a hombres, sobrevuela una alada criatura: el Ángel de Mercurio. Como el elemento que lo nomina -dañino por inhalación, ingesta o contacto-, este ente es un imposible mensajero desde las alturas; vigilante que no puede alearse con los mundanos, tan desvalidos, y menos conducirles su ‘piedad’. Los mundanos son -somos- ya el fracaso de lo que alguna vez fueron funcionarios, dependientes, devotos, oficinistas, empleadas, viandantes, madres, televidentes, compradores…
Rompiendo el relato aparece un personaje más oscuro, cuanto más humano, un Francisco Desales (homófono del santo patrono de escritores y periodistas), cuyo testimonio es repulsivo y también revulsivo; espanta pero nos cura de humanidad; da castigo y salvación.
‘Antiguas ceremonias’ también se dimensiona en el acto de su lectura, volteamos sus páginas como siguiendo la sentencia de un torturador. Mientras lo hacemos, sabemos que nos sometemos -como lo hemos hecho desde el génesis- a un ritmo perverso e insondable… Y nos abandonamos al caos.