El mundo era otra cosa hasta la década de los 80. Desde la II Guerra Mundial se había partido en Este y Oeste. Aquello del eje Norte-Sur aún no se planteaba, al menos no del modo como se hizo en este siglo, sino que aparecía como ese placebo que llamaron “países no alineados” porque, en esos años, tal como ahora, todos estaban alineados con alguna hegemonía.
Este y Oeste se dividía por una línea para nada imaginaria: el muro de Berlín. Del “lado de allá”, se encontraba la órbita de los países socialistas, con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS, a la cabeza; del “lado de acá”, el capitalismo, bajo la sombra del imperialismo de Estados Unidos. Y ambos tenían sus alianzas militares: de “ese lado”, el Pacto de Varsovia; de “este lado”, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Y gracias a los dos, el mundo vivía un pánico atroz: la posibilidad de una guerra nuclear era cierta.
Comenzados los años 80, Japón era el país a tomar en cuenta por su surgimiento económico; China, en cambio, recién estaba dando los primeros pasos de la apertura que lo llevó a ser lo que hoy es: el país más poderoso del mundo después de Estados Unidos, que resiente cómo, poco a poco, va perdiendo su peso internacional.
Pero en aquel tiempo, el capitalismo comenzaba a dar pasos cuantitativos, con un trío geopolítico que es imposible de olvidar. Ronald Reagan se consolidaba como uno de los mejores presidentes republicanos en EE.UU. con su revolución conservadora. Margaret Thatcher, en sus 11 años como Primera Ministra del Reino Unido, minó toda una tradición política y, gracias a una tenacidad intimidante que le valió el mote de ‘Dama de Hierro’, privatizaba ferozmente las empresas públicas.
Aquel mundo protestante de la hegemonía en Occidente necesitaba de un aliado católico. Y lo encontró en un polaco: Karol Józef Wojtyła, quien en 1978 fue nombrado Juan Pablo II, el primer Papa no italiano desde 1523. Fue uno de los puntales para la caída del socialismo, que solo pudo concretarse cuando, en 1985, Mijaíl Gorbachov asumía como el todopoderoso secretario general del Partido Comunista de la URSS, el PCUS (que se pronunciaba, en español, ‘pecus’).
Solo su presencia física era una señal de que algo cambiaría. Tenía un rostro bonachón y parecía un tipo agradable, al menos si se comparaba con esos adustos y viejos que lo habían precedido, como Nikita Kruschev, Leonid Brézhnev, Konstantín Chernenko y ni mencionar a Josef Stalin, cuyas atrocidades, que durante 70 años nunca dejaron de cometer, fueron defendidas por los comunistas del mundo porque “así lo exigían las condiciones históricas” .
Cuando Gorbachov llegó al poder, tenía solo 54 años. Toda su vida fue un militante disciplinado del PCUS. Pero en 1985, durante su primer discurso como Secretario General, mencionó Glasnost (liberalización) y Perestroika (reconstrucción). Fueron las palabras mágicas que cambiaron todo: renovaron en algo el alicaído ánimo de los soviéticos que, mayormente en silencio, imploraban un cambio.
Lo que no imaginó Gorbachov -y menos aún lo quiso- fue que la Unión Soviética implosionara del modo en que lo hizo. Solo bastaron seis años para que dejara de existir y se sintiera que la Guerra Fría llegaba de una vez por todas a su fin y se acabara el terror a un conflicto que, en cuestión de horas, traería la extinción de la humanidad sobre la faz de la Tierra.
Con Gorbachov, las fuerzas soviéticas se retiraron derrotadas de Afganistán, se caía el Muro de Berlín y 15 repúblicas de la URSS declararon su independencia. Si Reagan, Thatcher y Juan Pablo II tenían importancia, el mundo miraba con perplejidad a Gorbachov y lo que ocurría del otro lado de la ‘Cortina de Hierro’.
Con la extinción de la URSS, en 1991, hubo que modificar el mapa, aprender los nombres de las nuevas repúblicas y, sobre todo, ver cómo se repartían la riqueza en estos países que de pronto se convirtieron en capitalistas.
Gorbachov, fallecido el martes pasado a los 91 años de edad, arruinó el sueño de millones que aún creían que, resultado del materialismo histórico, inevitablemente “socialista será el porvenir”.
En América Latina, Cuba, un adalid de los no alineados (es memorable el discurso de Fidel Castro en la cumbre de 1979), se quedaba totalmente solo y entraba en el Período Especial, su peor crisis económica. Hubo una fuga masiva de los partidos de izquierda. Y Chile, el primer país de la región en tener un gobierno socialista por la vía electoral, con Salvador Allende, se convertía en el experimento exitoso del neoliberalismo con la feroz dictadura de Augusto Pinochet.
En Ecuador, en cambio, unos pocos creían que el asalto al poder por las armas era posible. Otros, que proclamaban revoluciones pero que nunca tomarían un fusil en las manos, se convirtieron al ambientalismo o a hacer cine. Aún se cantaba la nueva canción, más con nostalgia que con futuro, en las peñas que también estarían próximas a desaparecer. Y en una pared de la avenida 12 de Octubre se leía un grafiti: “Proletarios del mundo, ¡uníos!
(Última llamada)”.