Los rebozos y accesorios que comercializa Aurora Pilco los adquieren personas de muchas ciudades del país. Foto: Cristina Márquez / EL COMERCIO
El movimiento en la Plaza Roja de La Concepción, en el centro histórico de Riobamba, empieza temprano. Artesanos y comerciantes originarios de diversas etnias arriban con rebozos, sombreros, fajas, ponchos, collares y una variedad de coloridas indumentarias.
Ese es el sitio predilecto de las familias indígenas que buscan renovar sus trajes con prendas originales, hechas a máquina o en telares, pero que conservan la autenticidad. También acuden turistas atraídos por la variedad cultural y los detalles de las prendas.
“Muchos ya han cambiado su estilo de vestir. Prefieren usar ropa mestiza o blusas que ya casi no cubren el cuerpo. Aquí hay la ropa original, la que los abuelos nos enseñaron a utilizar”, dice Aurora Pilco, sin descuidar la venta de los rebozos de franela que visten las mujeres de Alausí y Guamote, sujetas con un tupu (una especie de prendedor).
En su puesto se venden también alpargatas y telas para anacos. Ella, al igual que la mayoría de vendedores indígenas, lleva más de una década ofreciendo los atuendos.
En un inicio solo ofrecía prendas para los pueblos de la etnia Puruhá, pero luego sumó a su oferta prendas de otras culturas que ocasionalmente visitan su puesto.
Su vecino es Pedro Pilco, quien comercializa ponchos, fajas, chumbis, wangos y otros textiles tejidos. Él lleva más de la mitad de su vida (unos 30 años), comercializando prendas de vestir en la tradicional plaza y es un testigo ocular de los cambios que trajo consigo la modernidad y el crecimiento de la ciudad.
“Antes, cada familia de Cacha tenía telares en sus casas y fabricaba ponchos y otras prendas para subsistir. Pero eso se acabó cuando las fábricas de telas introdujeron textiles hechos en máquinas que son mucho más baratos”, cuenta Pilco, mientras muestra la diferencia entre un poncho tejido artesanalmente en telares, con hilos de lana de borrego, y otro hecho con hilos sintéticos a máquina.
La textura, el grosor y las cualidades térmicas son las principales diferencias. Además, un poncho hecho a mano puede costar hasta USD 200, por la complejidad de la manufactura, mientras que hay ponchos sintéticos que cuestan desde USD 40.
La migración y el cambio de preferencias de los jóvenes, quienes ya no querían vestir la ropa indígena, también fue un golpe que afectó a los negocios de la Plaza Roja. Pero en los últimos cinco años la tendencia cambió y las nuevas generaciones regresaron a sus raíces.
Eso hizo que nuevos puestos se instalaran en la feria. Blusas bordadas asimétricas, coloridas y con escotes pronunciados atraen la atención de las clientas más jóvenes.
En otra sección de la plaza están las máquinas de coser. Costureras y sastres ofrecen arreglos rápidos para la ropa descosida, rota o muy grande.
Son alrededor de 34 puestos que ofrecen ese servicio, que está en vías de extinguirse. Es que ahora, según cuentan los sastres, las telas son de mala calidad y más baratas, por lo que la gente prefiere adquirir nuevas prendas.
“Los sábados son los días con más trabajo. Ya no llegan tantos clientes como antes, pero aún nos alcanza para llevar algo al hogar”, dice Fausto Hernández, un sastre.
Otra particularidad de la Plaza Roja es que se convirtió en un punto de venta de artesanías, trajes y cobijas otavaleñas. Allí hay 10 familias oriundas de esa ciudad.
Ellos se propusieron impulsar a la Plaza Roja como un punto turístico de la ciudad. Para lograrlo organizan periódicamente ferias con shows artísticos y visitas de emprendedores de varias provincias.
“Aquí hay mucha diversidad cultural, hay emprendimiento de todo tipo, hay artesanos y comerciantes de Chimborazo y Otavalo, y mucho potencial para crecer”, dice Edison Amaguaña, uno de los artesanos.
Y en una última sección de la plaza están los comerciantes de semillas. Ahí hay todo tipo de granos secos de alta calidad y se venden por libras.
María Granizo heredó el puesto de semillas de su madre, Juana Vallejo, y lleva en la Plaza Roja toda su vida. Ella comercializa semillas, que en esta época del año -septiembre a noviembre- están en su temporada alta, por el Koya Raymi.
“La ciudad cambió y este espacio también. Antes nos ubicábamos en el piso, bajo el sol o la lluvia, no teníamos cubierta. Hoy ya estamos mejor organizados”, cuenta Granizo, quien además es la presidenta de la Asociación de Comerciantes.