Religiosa en su habitación, en el monasterio franciscano de Santa Clara de Asís, establecido en 1596. Foto: Archivo EL COMERCIO
En medio de la violencia de la conquista española, a 500 días del asesinato de Atahualpa en Cajamarca, se estableció el 6 de diciembre de 1534 la villa de San Francisco de Quito. Semanas después, los codiciosos conquistadores asesinarían a varios capitanes incas, entre ellos a Rumiñahui, luego de torturarlos para que revelaran los escondites de las supuestas riquezas que tenía el Quito de entonces.
Pero su ferocidad no solo se dirigiría contra los vulnerables indígenas, sino que también los sumirá en disputas fratricidas por el dominio de la riqueza. El mayor enfrentamiento, que la historia llama las “guerras civiles del Perú”, se inició cuando Diego de Almagro, fundador de San Francisco de Quito, tomó Cusco como parte de la gobernación de la Nueva Toledo, que le había concedido la Corona. Ejecutado Almagro en la Plaza Mayor de Cusco, a mediados de 1538, los almagristas, a su vez, asesinarían a Francisco Pizarro en Lima tres años después.
Con la promulgación de las ‘Leyes Nuevas’, que buscaban limitar drásticamente las prerrogativas de los conquistadores y controlar los desmanes provocados por la guerra civil, surgió una nueva rebelión liderada por Gonzalo Pizarro, llamada Rebelión de los Encomenderos.
A mediados de octubre de 1544 fue destituido y deportado el primer virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, pero logró escapar en Tumbes y dirigiéndose a Quito y luego a Popayán, consiguió armar un ejército para enfrentar a los rebeldes. Después de variadas maniobras hacia el sur, el Virrey se refugió en Quito, y a pesar de los ruegos para que no lo haga, salió el 18 de enero de 1546, día de Santa Prisca, a los llanos de Iñaquito a enfrentar a los rebeldes, consumándose el desastre: no solo murieron 300 hombres que combatieron bajo la bandera del Rey, sino que el mismo Núñez Vela fue herido, capturado y decapitado en el campo de batalla. Murieron solo siete rebeldes.
Pero Gonzalo Pizarro será amo y señor de estos reinos por poco tiempo. Con la llegada a Manabí del comisionado Pedro de La Gasca, llamado el ‘Pacificador’, se levantaron los ánimos realistas y los quiteños dieron muerte al gobernador pizarrista Pedro de Puelles, el 29 de mayo de 1547; su casa fue arrasada y sembrada de sal.
La derrota definitiva de los rebeldes a manos de La Gasca, tuvo lugar en Jaquijaguana el 9 de abril de 1548; más que una batalla fue un desbande. Al día siguiente fueron decapitados Gonzalo Pizarro y los jefes que no lo abandonaron. La paz retornó a Perú y al Reino de Quito de forma definitiva con la ejecución de otro rebelde, Francisco Hernández Girón a inicios de diciembre de 1554 en la Plaza Mayor de Lima.
En estas dos décadas de violencia, inestabilidad y muerte de cientos de españoles, era ilusoria la consolidación de la sociedad urbana. Recordemos que en la tristemente célebre batalla de Iñaquito murieron varios vecinos, entre ellos uno de los cinco hermanos de Santa Teresa de Ávila, que emigraron a América y lucharon junto a su paisano y amigo, el virrey Blasco Núñez Vela.
Al llegar la calma y con esta, los que combatieron en el Perú a sus hogares, se retomó la vida urbana y se fortaleció Quito. El crecimiento de la población condujo a algunos varones a la vida religiosa, pero para las mujeres no había alternativa.
Diversos factores intervinieron en la creación de los primeros monasterios femeninos de clausura. Por un lado, la profunda religiosidad que atravesaba a todos los estamentos de la sociedad y, por otro, la necesidad de contar con espacios de protección para aquellas mujeres, especialmente de los estratos altos que quedaron desamparadas por el fallecimiento de sus esposos, así como para el resguardo de sus hijas y de otras muchachas criollas y mestizas que habían quedado en la orfandad.
Como nos dice el historiador Jorge Moreno Egas, “el ambiente de esos días no ofrecía ni garantizaba que las mujeres que no tenían el respaldo moral y material de un hombre, pudiesen tener una vida tranquila y segura, ante esa necesidad de protección varias de ellas darían los primeros pasos para organizar una clausura en donde vivir protegidas y con sencillez, según las reglas de una orden religiosa…”.
Entonces, la creación de estos institutos surgió de una necesidad social, en la que participaban activamente no solo las mujeres sino también los organismos de gobierno, el clero regular y secular y benefactores seglares. Debían cumplirse varias formalidades, siendo las más importantes las autorizaciones de la Audiencia y del Obispado, que analizaban diversos aspectos, entre ellos si la iniciativa tenía la capacidad económica para mantenerse en el tiempo y la idoneidad moral de las fundadoras.
Fue el primer presidente de la Audiencia, Hernando de Santillán, quien buscó una salida enviando una carta al rey Felipe II, a inicios de 1564, pidiendo su ayuda e informando que “se trataba de hacer una casa de recogimiento donde se recogieran muchas doncellas pobres, mestizas y españolas, hijas de conquistadores”. La iniciativa no prosperó y deberá esperarse hasta 1577 para formalizar la fundación del primer monasterio femenino de clausura, el de la Inmaculada Concepción. De esa casa saldrán religiosas para fundar los monasterios de Pasto (1588), Loja (1596), Cuenca (1599), Riobamba (1605) e Ibarra (1671). Antes de finalizar el siglo XVI se fundarían en Quito dos monasterios más: el de las dominicas de Santa Catalina de Siena (1596) y el franciscano de Santa Clara de Asís (1596).
En los tres primeros monasterios, el Obispado entregó la supervisión espiritual, disciplinaria y material a las respectivas órdenes masculinas. Las concepcionistas nacieron bajo el control de los franciscanos, pero pasaron luego al Obispado.
¿Qué población pudo tener la ciudad al finalizar el siglo XVI? No es fácil saberlo, pero podríamos aventurarnos a decir que, como máximo, unos 5 000 habitantes. A más de estos tres monasterios femeninos, había en Quito seis casas de religiosos, la Catedral y cinco templos parroquiales, lo que muestra la importancia de la vida religiosa.
Medio siglo después, en 1653, se establecerían las carmelitas en Quito en la casa natal de Mariana de Jesús, bajo el amparo de San José. Con religiosas de este monasterio, en 1669 se fundó el de Nuestra Señora de las Angustias en Latacunga, pero las monjas debieron mudarse a la capital tres décadas después, cuando un violento terremoto destruyó sus edificios. Puesto que la reforma de santa Teresa de Ávila limitaba a 21 religiosas de velo negro, la comunidad latacungueña debió establecerse en casa aparte, surgiendo así el Carmen de la Santísima Trinidad o Carmen Bajo. Al no existir religiosos carmelitas varones en Quito, lo habitual fue que la asistencia espiritual la dieran los jesuitas.
En este recuento también debe mencionarse una casa religiosa que no llegó a reconocerse canónicamente como monasterio, el Beaterio, fundación mercedaria de 1726, que poco después pasó a la administración del Obispado y que desapareció a inicios de la República. Para completar el cuadro, si bien no es una fundación quiteña, debe recordarse que en 1863 se instalaron en la capital las religiosas agustinas del monasterio de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán, expulsadas de Colombia y que desde 1877 ocupan la antigua recoleta agustina de San Juan.
Concluyamos mencionando otro valor de los monasterios, que nos recuerda Jorge Moreno Egas: “… los padres de familia veían en el monasterio una opción de vida a elegir para sus hijas, por ello aumentaba día a día el número de profesas y se convirtió en un centro de enseñanza para las niñas de Quito, donde aprendían a leer, escribir y aquellas labores propias de mujeres”.
*Arquitecto, escritor