Salir de casa sin ella aún causa un poco de temor, al menos para la mayoría. Desde el 6 de abril del 2020, la mascarilla se volvió parte de la cotidianidad de los ecuatorianos cuando el COE Nacional ordenó su uso obligatorio, para frenar el contagio de covid-19.
Para Carolina Moreno ha sido una de las medidas más efectivas en el control de la enfermedad. La presidenta de la Sociedad Ecuatoriana de Infectología, núcleo Pichincha, explica que junto a la higiene de manos es la clave para bajar la transmisión, incluso de otros virus respiratorios.
Pero el mal uso se convirtió en un problema. “Basta con llevar solo una, bien colocada, que quede hermética”. Así los aerosoles, la vía de contagio del SARS-CoV-2, no tendrán paso posible.
Las quirúrgicas, dice la especialista, pueden frenar partículas mayores a 0,5 micro micras. Otras con mejor filtro, como las KN95, pueden detener partículas mucho más diminutas. Y las de tela, si bien fueron una opción ante el desabastecimiento, sus poros más amplios no dan una protección completa.
Con la declaratoria de emergencia en marzo, se pidió que solo quienes tenían síntomas gripales debían llevarla. Pero pronto miles de personas se volcaron a las farmacias y distribuidoras en busca de cajas enteras de ellas.
Pronto hubo escasez y los costos se elevaron. Una quirúrgica, que antes de la pandemia se conseguía en USD 0,03, superó los USD 2. Y las N95, recomendadas solo para personal médico, llegaron a costar hasta USD 10.
Antes de que el covid acorralara al mundo, Ecuador importó USD 2,4 millones en mascarillas durante el 2019. Un año después, la cifra se multiplicó casi 60 veces. China es el principal mercado de origen. Para adquirirlas y comercializarlas, la Agencia Nacional de Regulación, Control y Vigilancia Sanitaria (Arcsa) emite los registros sanitarios. 711 permisos están vigentes y de ellos 187 son de fabricantes nacionales.
El docente investigador Fray Martínez, experto en Epidemiología de la Universidad del Azuay, aconseja cambiar de cubrebocas a diario. Aunque también reconoce que se ha fallado en la disposición final, por la falta de recipientes en espacios públicos para evitar que terminen en las calles.
En cuanto a quienes ya han empezado a dejarla, más que desobediencia el especialista cree que se debe a un exceso de confianza o a la comodidad. Muchos se quejan por la sensación de sofoco, alergias, incluso de irritaciones. Por eso al consultarle si estamos listos para dejarla, como han hecho otros países, aconseja estar atentos a los indicadores epidemiológicos.
El Ministerio de Salud anunció que desde este mes ya no sería obligatorio usar tapaboca en espacios abiertos. Pero con los casos de BA.2, el sublinaje de Ómicron, es preferible esperar.
La infectóloga Moreno recomienda primero alcanzar el 80% de cobertura con tres dosis antes de tomar medidas. Y al haberse convertido en un hábito cree que, difícilmente, la gente la dejará. “Es un poco apresurado levantar la medida en este mes, creería que un año más quizá. Así el virus sigue mutando y mientras más mutaciones tenga se hará más débil. Podría dar gripe, pero no matar”.
Testimonios
“En el confinamiento nos abastecimos de muchas mascarillas, tanto que hasta hace poco teníamos algunas. Lo más importante es que nos quedó el mensaje de usarla como protección. Para mis hijos, de 7 y 9 años, es una forma de vida. Cuando estuvieron en las clases virtuales los maestros nos pidieron hablarles del virus y ellos lo tomaron en serio.
Karla Ramírez, comunicadora.
“Cuando comenzó la pandemia no la usaba porque me confiné en la panadería. Pasé frente al horno, de 04:00 a 18:00 y otros vendían el pan en motos. El local quedaba en el Guasmo, donde murió mucha gente. El que me ayudaba renunció por el miedo; yo decidí no ir a casa, para evitar riesgos. Después usé las quirúrgicas, pero me sofocan a 200°C”. Freddy Villamar, panificador.
“Usar la mascarilla se ha vuelto natural, porque estamos expuestos al virus. Y el peligro es mayor para nosotros, que nos dicen población vulnerable. Yo vivo solo y casi no tengo dinero; recibo el bono de USD 50 y lo estiro para que me alcance el mes. No me queda plata para comprarlas, pero tengo la suerte de tener una hermana que me las da siempre”. Jorge Campos, adulto mayor.
“Durante el confinamiento hice teletrabajo. Cuando me volví a la oficina, a finales del 2020, tuve que llevarla y me dolía la cabeza. Usé todas las que hay, pero me acostumbré a las de tela. En la casa nos dio covid y tuve que dormir con mascarilla para no contagiar al resto. Ahora no imagino caminar por la calle, ir en un bus o dar clases sin mascarilla”.
María Mercedes Valencia, docente.
“Hablar con los usuarios es cansado. Hay que pronunciar mejor las palabras y es difícil atender a personas con problemas auditivos. No me acostumbro, la responsabilidad me obliga. Al inicio las quirúrgicas costaban USD 1, y no las conseguías. He optado por las de tela, son reutilizables, las desechables contaminan, terminan botadas en la calle”.
Lucciola González, servidora pública.