El 4 de abril se cumplen 50 años del asesinato de Martin Luther King Jr. Su lucha por los derechos civiles y la no violencia es su legado para las generaciones. Foto: AFP
Una niña negra subió a la tarima durante la “Marcha por Nuestras Vidas”, el pasado sábado 24 de marzo. Con apenas nueve años, era una de las invitadas especiales ante las 800 000 personas que llegaron hasta la avenida Pensilvania, en Washington DC, para protestar contra la venta indiscriminada de armas en Estados Unidos.
Hubo razones de sobra para que así fuera. Apenas tomó el micrófono dijo algo por lo cual muchos sentirían orgullo. “Soy Yolanda Renee King, la nieta de Martin Luther King Jr.”. Y la multitud estalló en aplausos.
Su abuelo es el símbolo de que las luchas y las conquistas son posibles sin violencia. Y esa multitud -como si estuviera ante su mismo abuelo, como si hubiese vuelto los ojos a aquel 28 de agosto de 1963, cuando replicaba como lo hacen en esas iglesias bautistas del sur su “I have a dream” (Yo tengo un sueño), para muchos el discurso más importante y conmovedor del siglo pasado- también repetía las palabras de Yolanda. “¡Difundan la palabra! ¡Donde quiera que estén! ¡En toda la nación! ¡Vamos a ser una gran generación!”.
Este 4 de abril se cumplen 50 años de la muerte de este pastor de la Iglesia bautista que luchó toda su vida por los derechos civiles. Fue asesinado en Memphis, Tennessee, con un tiro en la garganta.
Su supuesto autor fue un segregacionista blanco, pero el crimen forma parte de una de las tantas conspiraciones irresueltas en la historia de Estados Unidos.
Ya antes había intentado matarlo, convencida de que se trataba de un “comunista” una mujer negra. “Negro” decía el mismo Luther King, en tiempos en que la corrección política no imponía el calificativo de “afroamericano”, que Barack Obama habría de recibir 40 años más tarde.
La fascinación por Luther King no es nueva. En la reciente novela de Paul Auster (‘4321’), se cuenta el deslumbramiento que generó su sueño en muchas conciencias jóvenes. Cualquier niño de las minorías que se criara en los Estados Unidos, en los 60 o 70, sabía quién era.
Desde temprano le enseñaban que este reverendo defendió la igualdad de los hombres ante la Constitución y que había que luchar para que se cumpliera el principio que todos son iguales ante la Ley y ante Dios.
La abolición de la esclavitud de 1865 en Estados Unidos fue algo más nominal. La segregación racial se mantuvo, y no son pocos los que afirman que aún en los Estados Unidos de hoy, lo blanco es la identidad esencial de la nación.
La llegada de Donald Trump sería una confirmación de aquello; la Presidencia de Obama, que muchos quisieron mirar como una superación, incluso pudo incrementar el racismo.
El rebrote del Ku Klux Klan o la mayor exposición de grupos supremacistas blancos se afianzan con el actual Presidente. O el ultraconservador Tea Party, que desafió la memoria histórica al hacer una marcha “para restaurar el honor” del país a los pies del monumento a Abraham Lincoln.
En los tiempos de Luther King, en el sur los blancos no querían compartir escuelas, buses, restaurantes, iglesias con los negros. En el norte, algo menos intolerante, los negros estaban arrinconados en los guetos. King ocupó el lugar del gran líder de las movilizaciones que removieron las conciencias y que lograron las sanciones de dos leyes emblemáticas: la Ley de Derechos Civiles (1964) y la Ley de Derecho al Voto (1965).
Pero su lucha tuvo un antes como aún tiene un después.
Fue el deporte el campo en el cual se dieron los primeros grandes pasos para superar las diferenciaciones raciales. Había la liga de los blancos y la liga de los negros. Y el nombre de Jackie Robinson emerge por sobre todos.
Nieto de esclavos, en 1947 se convirtió en el primer jugador negro en llegar a un equipo de las Ligas Mayores. Pero lo sufrió. Muchos de sus compañeros de los Brooklyn Dodgers no querían compartir camerino con él. La gente lanzaba gatos negros en los estadios. Sus rivales lo escupían. Los ‘pitchers’ (lanzadores) se ensañaban con él y le tiraban bolas a la cabeza. Pero fue de los mejores, y admirado por Luther King.
Fue gracias a él que más jugadores, no solo afros sino latinos, pudieron vestir los uniformes de los grandes equipos. Y es el único jugador de la historia cuyo número -el 42- nunca podrá ser utilizado por cualquier jugador de béisbol.
En la NBA, en 1950, Earl Francis Lloyd debutaba, sin mayor éxito pero con los mismos conflictos, en los Washington Capitols.
El lunes pasado falleció Linda Brown, que en 1951 tenía 9 años (la misma edad que hoy tiene Yolanda) y quería estudiar en una escuela cercana a su casa, en Kansas. Pero había un problema: no admitían negros.
Su padre Oliver, también un reverendo, comenzó la acción judicial para terminar con la doctrina: “iguales pero segregados” que regía en la educación pública. Y el nombre de esta niña quedó inmortalizado en uno de los históricos fallos de la Corte Suprema: Brown vs. Board of Education (Junta de Educación), de 1957.
Dos años antes, Rosa Parks fue arrestada por negarse a ceder el asiento a una persona blanca, en Montgomery, Alabama.
Martin Luther King Jr. lideró el gran boicot al sistema de transporte que duró desde el 1 de diciembre de 1955 hasta el 20 de diciembre de 1956. Y la Corte Suprema de Justicia se vio precisada a declarar inconstitucional la segregación racial en el transporte público.
Su muerte, paradójicamente, generó graves disturbios en 60 ciudades del país. “El legado de mi padre aún ilumina el mundo”, dijo a EL COMERCIO Martin Luther King III, su hijo, en el 2010. Y aunque reconoció que el mundo ahora es mejor, en Estados Unidos -donde la llegada de un afro a la Presidencia ya es parte de la historia-, el sueño del gran líder aún sigue siéndolo.