En el dial de todo aparato de radio se esconde una emisora cuyas ondas se captan muy rara vez, cuando, por casualidad, o luego de jornadas extenuantes de exploración, algún insomne la sintoniza. Emite, dicen, sonidos nunca escuchados por oídos humanos: las explosiones de naves que se incendian más allá de Orión, el siseo de los rayos C cuyas luces brillan en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser o la narración de los momentos más gozosos o terribles vividos por el oyente desvelado que escucha esa frecuencia.
En busca de emisiones o frecuencias igual de arcanas, se han implementado investigaciones como los proyectos S.E.T.I., los cuales escrutan el espacio, por medio de radiotelescopios, para hallar mensajes emitidos por inteligencias extraterrestres, suponiendo que estas, de existir y comunicarse entre ellas, lo hagan por medio de ondas que nosotros seamos capaces de captar.
En años de investigación no hemos escuchado nada; si esos mensajes existen, hasta ahora han permanecido escondidos entre las vorágines del inmenso universo.
Esos mensajes ocultos a veces nos mueven, nos arrastran, nos seducen con mayor intensidad que otros menos arcanos. La llamada de un mensaje así, misterioso e irresistible, se cuenta, por ejemplo, en una película de 1948, titulada ‘Río Escondido’, en la cual una maestra, interpretada por María Félix, es destinada a un pueblo muy lejano, víctima de todas las taras del atraso: ignorancia, miseria, caciquismo y violencia.
La joven profesora se entera de que el pueblo se llama así, Río Escondido, porque, aunque reseco, se escuchan en él los rugidos de un río subterráneo cuyas aguas fluyen sin que los sedientos habitantes del lugar puedan aprovecharlas.
La metáfora es clara: lo oculto en ese pobre pueblo abandonado es el genio, el valor de sus humildes habitantes, cuyo cauce será liberado por la joven maestra, quien se sacrifica arrastrada en su lucha por ese sonido que le habla de una fuente escondida capaz de redimir al pueblo de sus sufrimientos.
Necesitamos creer en la existencia de esos mensajes ocultos en los recovecos del mundo que nos rodea, mensajes capaces de darle sentido a nuestras existencias.
Esas señales escondidas pueden hallarse en la edición anómala de una enciclopedia, como el artículo sobre Uqbar, descubierto por Jorge Luis Borges y Bioy Casares en una biblioteca, en el inmenso espacio sideral, abajo de la tierra rocosa de un desierto, en un instrumento musical que se empolva en un rincón sombrío o en el dial de un viejo aparato radio receptor.
El escritor español Gustavo Adolfo Bécquer sabía de la maravilla que subyace en esas potencias escondidas y postergadas:
“Del salón en el ángulo oscuro/De su dueño tal vez olvidada/Silenciosa y cubierta de polvo/Veíase el arpa/Veíase el arpa/El arpa.
Cuánta nota dormía en sus cuerdas/ Como el pájaro duerme en las ramas/ Esperando la mano de nieve /Que sabe arrancarlas/Que sabe arrancarlas/Arrancarlas.
¡Ay!, pensé cuántas veces el genio/Así duerme en el fondo del alma,/Yuna voz, como Lázaro espera,que le diga/Que le diga ¡levántate y anda!/¡Levanta y anda!/¡Levántate y anda!¡Anda!”.
Seamos sensatos: Quizás esas señales misteriosas no existen y son, solamente, invenciones de unos cuantos alucinados. Pero como trampolín de nuestros empeños sirven muy bien: No deberíamos ir tras de ningún logro cuyo esplendor no nos haya sido susurrado por una voz misteriosa, surgida del mundo que nos rodea o germinada en algún vericueto ignorado de nuestra propia mente.
Los creadores, sobre todo, no deberían emprender en ninguna innovación, empresarial, educativa o artística, si la semilla de esa imaginación no les ha sido murmurada por algún espectro de esos que recorren los recovecos del mundo o las circunvoluciones de nuestro antiguo cerebro de primates.