El escritor italiano Ítalo Calvino ya lo sospechaba. En su libro de ensayos ‘Seis propuestas para un nuevo milenio’ (1985), predijo que el acelerado ritmo de vida de los habitantes del siglo XXI obligarían a los lectores a acercarse a textos cada vez más cortos.
Sí y no. Para la escritora guayaquileña Solange Rodríguez aún existen lectores para novelas largas como ‘2666’, que tiene 1126 páginas y pertenece al escritor chileno Roberto Bolaño, o para las alrededor de 1000 que posee la obra ‘Ulises’ del irlandés James Joyce. Pero cree que son una raza en peligro de extinción.
“Los microrrelatos tienen el atractivo de insinuar una realidad nada obvia en pocas palabras”, resalta Rodríguez, quien impartirá desde este martes un taller de microcuentos en las instalaciones de la organización cultural Palabra Lab, en el norte de Guayaquil. En ese mismo sitio, los microcuentistas Ana María Shúa (Argentina) y Fernando Iwasaki (Perú) darán conferencias en agosto.
El primer libro de microficción publicado en Ecuador data de 1940. Se trata de un libro de poesía denominado ‘Microgramas’ . Su autor es el quiteño Jorge Carrera Andrade. Tiene poemas tan cortos como el que lleva el título de Alfabeto. Se lo resuelve en dos versos: “Los pájaros son/ las letras de la mano de Dios”.
Luego se produce un abismo gigante, hasta que en 1980 el cuencano Oswaldo Encalada publica dos libros de microficción: ‘Los juegos tardíos’ y ‘La muerte por agua’. Son historias que se resuelven en máximo 8 líneas.
A partir de entonces, la producción de este tipo de literatura se dispara. Aparecen tres libros del quiteño Abdón Ubidia: ‘Divertinventos (1989), ‘El Palacio de los espejos’ (1996) y El Escala Humana (2008). Seis del cuencano Jorge Dávila: ‘Cuentos breves y fantásticos’ y ‘Acerca de los ángeles’, ambos de 1995; ‘Libro de los sueños’ y ‘El Arte de la brevedad’, del 2001; y ‘Minimalia’, en el 2005), ‘La Oveja Distinta y otros cuentos’ (2007) . Dos de Solange Rodríguez: ‘El lugar de las apariciones’ (2007) y ‘Balas perdidas’ (2010). Uno de Édgar Allan García con ‘333 MicroBios’ (2011). Y otro de Marcelo Báez: ‘Lienzos y Camafeos’ (2011). En el 2008, un taller de microcuentos dictado porRafael Montalván produjo el libro ‘Y todavía sigue allí…’, en el que publicaron 12 talleristas.
Montalván resalta que a lo largo de la historia de la humanidad, la microliteratura siempre ha estado presente: en la biblia judeo-cristiana con las parábolas de Jesús, en los epitafios del Imperio Romano, en la centenaria poética japonesa (con los tankas, haikus, sedookas y rengas ) y en graffitis hallados en cavernas antiguas.
Este tipo de literatura tiene sus méritos. En el lejano siglo XVII, el escritor español Baltasar Gracián se animó a decir: “Lo bueno, si breve, dos veces buenos, y aún lo malo, si breve, no tan malo”.
El narrador guayaquileño Marcelo Báez considera que “si la novela vence al lector por puntos y el cuento le gana por ‘knock out’, la microficción implica derribarlo antes de que suba al cuadrilátero”. Con este criterio coincide el narrador quiteño Abdón Ubidia, quien agrega que “un buen microcuento debe poseer un final sorpresivo”. El cuencano Jorge Dávila Vásquez, el escritor con la más vasta producción microcuentística en el Ecuador, cree que el microcuento es lo más cercano que existe a la poesía por su capacidad de síntesis e imágenes que evoca. Y eso hizo el escritor Édgar Allan García cuando escribió: “Esa tarde fue a pedir la mano de la hija del carnicero y, para su horror, eso fue lo que recibió.